«El huerto de guindos», de Chéjov, en La Casa de la Portera
Cada vez me seduce más Chéjov (1860-1904), uno de los grandes pilares del teatro contemporáneo. Su teatro intenso, incisivo, profundo, es terreno abonado para la reflexión. Sus personajes, tantas veces dolientes y gastados, respiran sinceridad, a pesar del acartonamiento que les otorga su procedencia finisecular. La rutinaria normalidad de sus vidas es precisamente el corazón que les hace latir y que les confiere vida
Con Chéjov -con su obra «Ivanov», convertida en «Ivan-Off», abrió sus puertas La casa de la portera, uno de los fenómenos de la escena madrileña reciente, y una de las puntas de lanza de su «teatro subterráneo». Y a Chéjov ha vuelto ahora, de la mano de Raúl Tejón (el protagonista de «Ivan-Off»), con «El huerto de guindos» (una obra más conocida por otra traducción de su título, «El jardín de los cerezos). Es, como otras piezas de Chéjov, un texto decadente, apesadumbrado y melancólico, que adelanta el cambio de época que empezaba a barruntarse en Rusia -en el mundo entero- que pocos años después de la muerte de Chéjov estallaría en una revolución.
La versión de Raúl Tejón, necesariamente despojada de aditivos, deja la palabra de Chéjov desnuda, crudamente incisiva. El vestuario -algún figurín lleva la firma de Lorenzo Caprile- remite a una época indeterminada y a un escenario impreciso, en el que se desenvuelven los personajes; el montaje subraya, sin acentuarlos, el rencor, el desprecio, la ambición. Es una obra, además, en la que los silencios son más elocuentes que las palabras; unos silencios, además, que son protagonistas, que mueven -o mejor dicho, que detienen- muchas de las acciones de los personajes, ahogados en las palabras reprimidas.
En la intimidad de La casa de la portera, Chéjov se me antoja aun más asfixiante, más doloroso. Y a ello contribuyen los espléndidos trabajos de los actores que le dan a la versión de Raúl Tejón el tono acre que precisa: Consuelo Trujillo, Carles Francino, Nacho Fresneda, Germán Torres, David González, Sabrina Praga, Alicia González, Barbara Santa-Cruz y Felipe G. Vélez.
Con Chéjov -con su obra «Ivanov», convertida en «Ivan-Off», abrió sus puertas La casa de la portera, uno de los fenómenos de la escena madrileña reciente, y una de las puntas de lanza de su «teatro subterráneo». Y a Chéjov ha vuelto ahora, de la mano de Raúl Tejón (el protagonista de «Ivan-Off»), con «El huerto de guindos» (una obra más conocida por otra traducción de su título, «El jardín de los cerezos). Es, como otras piezas de Chéjov, un texto decadente, apesadumbrado y melancólico, que adelanta el cambio de época que empezaba a barruntarse en Rusia -en el mundo entero- que pocos años después de la muerte de Chéjov estallaría en una revolución.
La versión de Raúl Tejón, necesariamente despojada de aditivos, deja la palabra de Chéjov desnuda, crudamente incisiva. El vestuario -algún figurín lleva la firma de Lorenzo Caprile- remite a una época indeterminada y a un escenario impreciso, en el que se desenvuelven los personajes; el montaje subraya, sin acentuarlos, el rencor, el desprecio, la ambición. Es una obra, además, en la que los silencios son más elocuentes que las palabras; unos silencios, además, que son protagonistas, que mueven -o mejor dicho, que detienen- muchas de las acciones de los personajes, ahogados en las palabras reprimidas.
En la intimidad de La casa de la portera, Chéjov se me antoja aun más asfixiante, más doloroso. Y a ello contribuyen los espléndidos trabajos de los actores que le dan a la versión de Raúl Tejón el tono acre que precisa: Consuelo Trujillo, Carles Francino, Nacho Fresneda, Germán Torres, David González, Sabrina Praga, Alicia González, Barbara Santa-Cruz y Felipe G. Vélez.
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