«Carlota», de Miguel Mihura, con Carmen Maura

A principios de 1989, semanas antes de la ceremonia de los Oscar de Hollywood de aquel año, entrevisté a Carmen Maura. «Mujeres al borde de un ataque de nervios» optaba al premio a la mejor película en lengua extranjera -no lo logró- y fui con mi amigo José Luis Álvarez, fotógrafo, al ático que la actriz tenía en la calle Juan de Austria de Madrid. El piso era muy parecido al que la protagonista tiene en la película; Carmen me contó que Pedro Almodóvar se había inspirado en él. Cuando nos estábamos despidiendo, en la televisión encendida apareció un reportaje con unas imágenes de la película. Se quedó mirándolo y le pregunté qué pensaba al ver esas imagenes. No dudó: «Que tengo unas piernas muy bonitas». Unos días después de publicada la entrevista, recibi un tarjetón azul manuscrito. «Me ha encantado la entrevista, gracias. La foto, very special». Muy pocas personas, a lo largo de los años, se han tomado la molestia de escribirme para agradecerme una entrevista o un reportaje.

Casi veinticinco años después de aquello -la entrevisté otra vez poco más tarde, pero fue por teléfono-, me he reencontrado con Carmen Maura, con quien no había tenido contacto desde entonces. Ha sido con motivo del estreno de «Carlota», la obra de Miguel Mihura con la que ha vuelto al teatro español después de veintisiete años de ausencia. En este tiempo, se ha subido al escenario en dos ocasiones, en los años noventa, en París y Buenos Aires (casualmente coincidí con ella en la capital argentina; no la vi actuar, pero la vi cenando en el restaurante «Edelweiss», uno de los más frecuentados por el mundo del espectáculo, aunque no hablé con ella).

El miércoles pasado entrevisté, junto a mi amiga Esther Alvarado, de «El mundo», a Carmen Maura. Empezó confesándonos su edad, 68 años, y con una naturalidad que a mí no me pareció fingida -puedo estar equivocado, claro-, fue desgranando opiniones y sensaciones sin apenas preguntas por nuestra parte. Me llamó la atención que repitiera dos o tres veces que interpretar era lo único que se le había dado realmente bien en la vida. «Ni madre, ni esposa, ni hija». Adiviné cierta melancolía en esta afirmación, al igual que cuando nos dijo que nunca había estudiado interpretación, aunque le hubiera gustado.

No estoy seguro de haber visto trabajar a Carmen Maura en teatro. Creo, pero no he podido comprobar si mis recuerdos son ciertos, que la vi en el «Tartufo» de Adolfo Marsillach (en la reposición que se pudo en el teatro Príncipe-Gran Vía a finales de los setenta o principios de los ochenta). Así que «Carlota» ha sido, como para un buen número de espectadores, mi primer encuentro con ella sobre el escenario. Encontré a una actriz dominadora, con presencia, recursos y naturalidad, en un papel que se ajusta como un guante a sus características.

A riesgo de que el post sea demasiado largo, quiero hablar, siquiera brevemente, del montaje. Me alegra mucho de que el Centro Dramático Nacional recupere a Miguel Mihura y no se avergüence de programarlo, como se ha hecho anteriormente. Sin parecerme «Carlota» uno de sus mejores textos, sí hay en él una magnífica arquitectura, propia de Mihura, un extraordinario sentido del humor y un ingenio fuera de lo común. «El asesino solo puede ser una persona», asegura un personaje. «Sí, solo una persona. Ahora hace falta saber quién», le dice otro.

Mariano de Paco maneja con pulso y ritmo la comedia, con ocurrentes guiños, como los almodovarianos y hitchcocknianos títulos de crédito del principio. La función está dirigida con mimo y sentido del detalle. No es -no creo que el texto dé para más- un espectáculo que arrebate, pero resulta entretenido y bien perfumado. A ello contribuyen las interpretaciones, en general correctas, de las que quiero destacar -Carmen Maura aparte- al siempre seguro y eficaz Alberto Jiménez, como el atribulado marido de la protagonista, y a la brillante Pilar Castro, en un personaje, Velda Manning, elástico y al borde siempre de la caricatura.  

La foto es de David Ruano

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