Emilia, de Claudio Tolcachir

Hace unos años -creo que seis o siete-, llegó a la cartelera madrileña una función de extraño título: La omisión de la familia Coleman. Los más avisados advertían de las maravillas que se hablaban en Buenos Aires sobre la obra y su autor y director, Claudio Tolcachir. Quienes vieron las primeras representaciones lo corroboraron, y pronto no eras nadie en Madrid (teatralmente hablando) si no habías visto La omisión de la familia Coleman, que se ha vuelto a programar en la capital dos o tres veces más.

Claudio Tolcachir ha traído después a España otros dos textos, El viento en un violín y Tercer Cuerpo; ha dirigido Todos eran mis hijos, de Arthur Miller (con actores como Gloria Muñoz o Carlos Hipólito) y ha impartido varios seminarios y talleres para actores. El denominador común ha sido el éxito; el súper-éxito, si se me permite el término. No conozco a nadie que no sienta fascinación por el trabajo de Claudio Tolcachir y por él mismo. Yo la siento, lo confieso. He podido charlar con él tres o cuatro veces y en todas he terminado deslumbrado (lo mismo me ha ocurrido con sus obras) por sus ideas y su personalidad; es, además, una persona encantadora, muy buena gente. Creo, además, que es en parte responsable de esa bullente efervescencia del teatro subterráneo madrileño que, a semejanza de lo que ocurrió en Buenos Aires hace unos años (y que tiene en Timbre 4, el teatro que creó en su propia casa, uno de sus mejores ejemplos), buscaba la supervivencia en los espacios más insólitos, escenario para las propuestas de decenas de creadores emergentes ávidos de expresarse.

Claudio Tolcachir ha estrenado en el teatro Palacio Valdés de Avilés (siempre con la alfombra roja dispuesta para las nuevas producciones, gracias a Antonio Ripoll) su nuevo texto, Emilia. Lo puso en pie en abril en Timbre 4 y ahora, con actores españoles, lo presenta en nuestro país; es la primera vez -nos dijo Claudio a mi compañera Rosana Torres y a mi poco antes del estreno- que representa una obra suya con otros intérpretes distintos a su grupo. El texto (primero que escribe solo, nos dijo también) está enmarcado, también, en una familia astillada, con ángulos muertos y mucha suciedad acumulada bajo las alfombras. Una mudanza, símbolo de cambios, enmarca el momento del encuentro entre un hombre, Walter, con la que fue su niñera, Emilia. Es la mecha que prende la acción. Los personajes de Tolcachir son oscuros, estrazados, esquinados, pero todos están unidos por la necesidad de amar y ser amados. 

Tolcachir ha dibujado la función como un thriller, y en ese contexto se mueven los personajes y sus sentimientos. Elisa Díaz ha creado una hermosa y sugerente escenografía (iluminada con delicadeza y precisión de pintor por Juan Gómez Cornejo), en la que son protagonistas las mantas apiladas en el suelo; pueden ser, nos decía Tolcachir, símbolo de abrigo, de lugar acogedor, de mudanza...

Es una función que empieza desmadejada y poco a poco se va levantando; como un puzzle desbaratado y que encuentra sentido cuando se encaja una de las piezas. Está llena de sutilezas, de puertas abiertas, de rincones oscuros, que abre las mentes y los interrogantes de los espectadores, y sacude sus emociones. En buena parte por la interpretación, que también lleva el sello de Tolcachir: sinceridad y organicidad. Gloria Muñoz (una actriz magnética, a la que es imposible no mirar incluso cuando se encuentra en escena en un segundo plano) encabeza un elenco admirable y emocionante: Alfonso Lara, Malena Alterio, David Castillo y Daniel Grao. Una función emocionante.

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