Las heridas del viento

Al Teatro Lara, lo sabéis, se lo conoce como «la bombonera», por la belleza y encanto de su sala. Y el hall es su rincón más dulce; de él han salido exquisitas ambrosías, como «La función por hacer», de Miguel del Arco, o «La gaviota», de Rubén Ochandiano. El lunes se estrenó allí una auténtica joya, «Las heridas del viento», de Juan Carlos Rubio: se trata de una función magnética, arrebatadora, que envuelve su drama en suave celofán. Pura esencia de teatro, donde el texto y la interpretación se ofrecen desnudos al espectador (no es literal, aunque el cartel invite a pensarlo), con la sola compañía de cuatro focos y la música de un iPhone. 

Juan Carlos Rubio es uno de los dramaturgos españoles más sólidos y brillantes: obras como «Humo», «Arizona», «Tres» o «Esta noche no estoy para nadie» así lo demuestran. «Las heridas del viento» -una obra estrenada hace años en Miami, y que ha tenido ya una trayectoria internacional- está dedicada a su padre, «Por todo lo que no sé de él», reza la dedicatoria. Y con una frase similar comienza la obra. «Empecé a conocer a mi padre el día en que murió...», dice el personaje de David (Dani Muriel), el menor de tres hermanos, que a la muerte del padre es el encargado de revisar sus cosas. En el montaje del Lara, el propio Juan Carlos Rubio oficia de introductor y está presente durante toda la función, sentado en una silla al pie de las escaleras. No se sabe si para darle acento al drama o para sumergirse él mismo en una suerte de catarsis, por lo que de autobiográfico pueda haber en la obra.

«Las heridas del viento» es un texto acibarado, desazonado. Sus frases son una comezón que los dos personajes tratan de aliviar mientras libran un extraño y particular combate. David trata de encontrar respuestas y Juan tiene la llave de un pasado oscuro y aparentemente turbio; un pasado que es, en realidad, una triste y conmovedora historia de amor que encoge el estómago y el corazón de los espectadores.

Juan Carlos Rubio dirige un espectáculo de una desnuda belleza, cargado de eléctrica sensibilidad, lleno de pequeños detalles que encuentran en el hall del Lara su marco perfecto. Son cómplices los dos intérpretes. Dani Muriel, lo he dicho en otras ocasiones, es un admirable actor con un gran talento. El suyo es un David atormentado, confundido y ávido de saber; es firme y dulce al tiempo. Kiti Manver encarna a Juan, un homosexual maduro que esconde muchos secretos. Su interpretación es literalmente sobrecogedora, sincera; su Juan patético, anhelante e inspirador de lástima, y todo ello dentro de un comprometido corsé masculino al que brinda su sensibilidad sin amaneramiento. 

El teatro, en ocasiones, es mágico, y alrededor de setenta personas tienen la ocasión, cada lunes, de comprobarlo en el hall del Lara. Si podéis, no os la perdáis. 

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