«Edipo Rey», de Sófocles, en versión y dirección de Alfredo Sanzol para Teatro de la Ciudad


No hay mayor tragedia que una comida o una cena familiar que se tuerce por cualquier motivo (lo que resulta bastante habitual). No es por tanto mala la idea de Alfredo Sanzol de situar su versión de «Edipo Rey» (su aportación a la trilogía inaugural de Teatro de la Ciudad) en torno a una mesa, en un tan interesante como esencial y, precisamente por ello, desconcertante. La desgarradora y al mismo tiempo fascinante obra de Sófocles es sin duda una de las tragedias por antonomasia, con historia desgraciada y envolvente que hoy en día sigue conmoviendo y removiendo con la misma intensidad que lo hizo, seguramente, hace dos mil quinientos años, cuando se estrenó.

«Edipo Rey» es una de las muchas obras en la que el destino se muestra como el amo del mundo. Es un asunto poderosamente teatral, que Sofocles lleva al extremo con una historia que se ceba en el infortunio del protagonista, un hombre poderoso al que toda su fortaleza se viene abajo por el cumplimiento de una profecía de la que quiso huir y no pudo; de una verdad que no pudo sortear y que le produce un terrible tormento que tendrá terribles consecuencias.  

Cinco actores componen el reparto de este espectáculo, en el que dos de sus actrices, Eva Trancón y Natalia Hernández, se multiplican en varios papeles y asumen también las intervenciones del coro -su trabajo de sincronización de acentos e inflexiones resulta admirable-. Las dos, así como el resto del reparto -Juan Antonio Lumbreras, Elena González y Paco Déniz- son actores de la «escudería» de Sanzol, fiel desde hace años a un grupo de intérpretes que hace ya tiempo que transitan por su universo con naturalidad. Los cinco ofrecen un trabajo ajustado, brillante y convincente, por más que el magnífico actor que es Lumbreras no me parezca la mejor elección para el papel de Edipo -yo, al menos, me imagino a un actor con otras características más «trágicas»-. En cualquier caso, la suya es una interpretación siempre precisa, especialmente cuando la desesperada incertidumbre se va apoderando de su personaje.

La propuesta de Sanzol no puede ser más contenida, desnuda y sustancial. Es la palabra de Sófocles (en una versión límpida, directa) la que se alza sobre el espectáculo, y es ella la que otorga, especialmente al final, cuando se desencadena la tragedia, la emoción a la función, que llega pura, sincera, sin aditivos. Sanzol deja que sea el texto y la historia quien imponga su fuerza -que no es poca-, apoyado naturalmente en el trabajo de sus actores. Su propuesta es ciertamente arriesgada, pero ha confiado en el poder de Sófocles y creo que ha ganado la partida. 

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