«Pingüinas», de Fernando Arrabal, dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente
Juan Carlos Pérez de la Fuente es un director arrojado. La RAE define el adjetivo como resuelto, osado, intrépido, imprudente, inconsiderado, y un poco de todo esto hay en su actitud, que le llevó, nada más asumir la dirección del Teatro Español, en septiembre del pasado año, a levantar el teléfono y encargarle a Fernando Arrabal una obra con la que celebrar los cuatrocientos años de la edición de la segunda parte del Quijote.
Fernando Arrabal y Francisco Nieva son los dos grandes autores vivos de nuestro teatro; son, ya, dramaturgos con capítulo propio en la historia de la escena española y dos nombres indiscutibles e imprescindibles. La elección de Arrabal para este encargo me parece difícilmente cuestionable (aunque toda decisión es discutible), máxime cuando su particular universo le resulta familiar a Pérez de la Fuente, que ha dirigido ya tres de sus obras: «Cementerio de automóviles» y «Carta de amor», en su etapa al frente de la CND, y «Dalí vs. Picasso», más recientemente en el Matadero.
Un encargo de esta naturaleza, y más con una persona como Francisco Arrabal, ahogado muchas veces por su propio personaje, y con una escritura a menudo hermética y enigmática, supone un riesgo. Pérez de la Fuente, poco amigo de la línea recta, lo sabía, pero su capacidad de sorpresa quedó superada cuando recibió (con retraso, además) el texto de Arrabal. El director ya tenía en mente el perfume del espectáculo, en el que Don Quijote y Sancho Panza serían mujeres... Y se encontró con diez mujeres, las Cervantas, convertidas en moteras del siglo XXI y bautizadas como «pingüinas» (en referencia a la concentración de motoristas que se celebra cada año en Valladolid).
Arrabal ha escrito un texto delirante, críptico e impenetrable, con múltiples referencias cervantinas -el episodio del viaje de Don Quijote y Sancho hacia la luna en lomos del caballo «Clavileño» es la principal inspiración- y un desarrollo embarullado y caótico, como es el pensamiento de su propio autor. Como «un gran collage» ha definido Pérez de la Fuente esta obra, y creo que es una definición muy gráfica. Dentro de este anárquico universo, en el que la acción es además prácticamente inexistente, emergen tres personajes (Leonor de Torreblanca, la abuela; Luisa de Belén, la hermana; y Constanza, la sobrina) de firme dibujo y definida personalidad. Son la columna vertebral de una narración apenas esbozada y difícilmente comprensible.
Juan Carlos Pérez de la Fuente ha tenido, como Don Quijote, que pelear con molinos de viento (el texto), y ha empleado en la puesta en escena una desbordante imaginería. Pérez de la Fuente es un director al que le gustan el rito, los símbolos, que inunda con frecuencia de detalles sus montajes. En «Pingüinas» ha prendido la mecha de los fuegos artificiales, que estallan en un espectáculo desbordante de imaginación y trepidante (especialmente para las actrices y el actor, pero también para el espectador). Con la ayuda de sus colaboradores -Marta Carrasco, coreografía; Emilio Valenzuela, escenografía y audiovisuales; Almudena Rodríguez Huertas, vestuario; José Manuel Guerra, iluminación; Luis Miguel Cobo, música y sonido; y Joan Rodón, audiovisuales- crea un universo tenebroso y enigmático, que encuentra en el Matadero su espacio ideal.
Su puesta en escena, exigentemente física, es intensamente dinámica y está llena de detalles (alguno de ellos discutible) con los que llenar de acción el escenario. Hay mucho trabajo y mucho estudio detrás de cada movimiento y cada subrayado. Escenas como la de la madre (homenaje a «Carta de amor») o el final, con las moteras convertidas en dervichas, son especialmente bellas. No así el arranque, con la canción «Happy» (el texto especifica que suene en ese momento), en el que se pide la complicidad del público, que me parece artificial en ese momento de la función.
El gran activo de «Pingüinas» son, precisamente, las diez pingüinas (además del personaje de Miho, el único hombre de la obra, que interpreta con valentía Miguel Cazorla): se arrojan sin reservas a un mar embravecido, sin la red de un texto coherente sobre el que sostenerse. El suyo es un trabajo entregado y construido a partir de las tripas y del corazón; levantan la función a pulso junto al director en un espectáculo que exige un desgaste físico y mental sobresaliente. Especialmente atinado y brillante es el quehacer de María Hervás, Marta Poveda y Lara Grube, pero sería injusto no citar al resto del reparto: Ana Torrent, Ana Vayón, María Besant, Lola Baldrich, Alexandra Calvo, Badia Albayati y Sara Moraleda, amén del ya mencionado Cazorla.
La foto es de Antonio Castro
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