«Olivia y Eugenio», con Concha Velasco


Todo el mundo conoce las especiales circunstancias del estreno de «Olivia y Eugenio». La obra, escrita por Herbert Morote, autor peruano afincado en España, había sido la elegida por Concha Velasco para interpretarla en un futuro más o menos cercano. La enfermedad de la actriz obligó a interrumpir la gira de «Hécuba», que ella protagonizaba, y de alguna manera ella se sentía en deuda para con los productores de este montaje. Solo este sentimiento y la extremada profesionalidad de Concha explican que haya vuelto tan pronto a los escenarios, sin apenas tiempo para su recuperación.

Lo ha hecho con una obra extremadamente exigente, una obra para dos que es casi un monólogo acompañado, y en el que su compañero sobre las tablas es un joven con síndrome de Down, con todos los condicionantes que ello acarrea, especialmente en cuanto a la concentración y a la responsabilidad. A ello hay que sumar que en la obra Concha Velasco encarna a una enferma terminal de cáncer, enfermedad a la que ella acaba de enfrentarse, por lo que el papel tiene un plus de emotividad. Todo ello conforma una función muy especial seguramente para Concha Velasco, una mujer por la que siento una creciente admiración, y que tiene la presencia escénica y la jerarquía de las grandesdamas de nuestra escena.

«Olivia y Eugenio» es un texto en el que Herbert Morote vació sus propios sentimientos. Es, prácticamente, una carta de amor para su hijo, que tiene también síndrome de Down. Cuenta la historia de Olivia, una galerista de arte viuda, económicamente desahogada, a la que acaban de diagnosticar cáncer terminal. Vive sola con su hijo Eugenio, con síndrome de Down, y decide, al conocer su enfermedad, acabar con su vida y con la del joven.

Es un texto amargado, quejoso, pero no oscuro. Lo ilumina, sí, la ingenua inocencia de Eugenio, lacónicamente expresivo, pero también la propia Olivia, un personaje abrumado por la responsabilidad y hundido por el dolor, pero que demuestra en cada una de sus palabras su paciencia, su entrega, su amor, su dedicación; también su clase, su educación y su sentido del humor. Y su soledad, aliviada únicamente por ese hijo que no deja de sorprenderla, que la irrita con sus obsesiones pero la llena de energía con su cariño. Al texto, sin embargo, le falta en ocasiones latido dramático y le sobra palabrería. 

No es fácil dirigir a un joven con síndrome de Down. Lo que se gana en frescura se pierde en naturalidad, en espontaneidad. Exige de su compañera, Concha Velasco, una atención y un cuidado especial, porque las respuestas que ofrece el actor no son las mismas que obtendría de otro actor sin sus circunstancias. El trabajo de Hugo Aritmendiz (que se alterna en el papel de Eugenio con Rodrigo Raimondi) es magnífico, verdaderamente emocionante, y en ello tiene seguramente mucho que ver el mimo que ha puesto en la función José Carlos Plaza. Del mismo esmero se beneficia Concha Velasco -a la que viste con elegancia Lorenzo Caprile-, visiblemente atenta en todo momento a su partenaire, y que realiza un trabajo enormemente generoso y esforzado.

La foto es del magnífico Javier Naval




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