«El principio de Arquímedes», de Josep Maria Miró


Hay obras de teatro con un planteamiento y un punto de partida llenos de atractivo, o con un origen cautivador, pero que, al desarrollarse escénicamente, se desinfla y no responde a las expectativas despertadas. No es el caso de «El principio de Arquímedes», escrita y dirigida por Josep Maria Miró (a cuya última función en el teatro de La Abadía asistí el domingo), donde el apasionante supuesto planteado al principio se desarrolla durante poco más de una hora en una cautivadora función teatral.

Rubén, un monitor de natación, abraza y da un beso a un niño en la piscina para tranquilizar su miedo al agua. Ese gesto, que el monitor defiende como un simple gesto de ternura, es interpretado de otro modo por una niña, que se lo cuenta a sus padres. A partir de ahí, y alimentado por las redes sociales (un grupo de facebook de los padres de los niños que acuden a las clases de natación) se desencadena la tormenta de reacciones: prejuicios, suspicacias, recelos, malentendidos, desconfianza...

El vestuario privado de la piscina (con el público situado a dos bandas) es el escenario -magnífico, por cierto, y creado por Enric Planas- en que se desarrolla esta obra. Es un ambiente asfixiante, aséptico, íntimo, que simboliza a la perfección la situación que viven los personajes, así como de sus sentimientos. El protagonista, Rubén, se ve inesperadamente envuelto por las acusaciones y desasistido por sus compañeros, llenos de dudas; estos creen conocerle, pero ¿le conocen de verdad? Comentarios aparentemente intrascendentes se convierten de pronto en inquietantes.

Josep Maria Miró teje el texto con la precisión de un cirujano. La historia se cuenta en un ir y venir de escenas que saltan en el tiempo, en un fascinante ejercicio escénico, con los que el autor va desvelando detalles y situaciones que moldean los personajes y ayudan al espectador a ir completando el puzzle en que se convierte este casi thriller. Es un texto apasionante, magnético, envolvente, que el Miró director sabe subrayar convenientemente.

Cuenta, además, con cuatro actores que se han zambullido en la historia y en su desarrollo. Es un trabajo difícil, para un intérprete, retomar el tono y las sensaciones en este ir y venir de escenas que propone la función. Rubén de Eguía, el monitor acusado; Albert Ausellé, su compañero; Roser Batalla, la inquisidora directora de la piscina (el compañero de Rubén) y Santi Ricart (el padre de uno de los niños) son cómplices necesarios de la función con su ajustado y afinado trabajo.

Si el buen teatro tiene (que la tiene) la obligación de mantener en tensión (sea por la risa, las lágrimas o los nervios) a los espectadores y de plantearles preguntas, no cabe ninguna duda de que «El principio de Arquímedes» es una extraordinaria función de teatro, que ojalá vuelva pronto a la escena madrileña.

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