El caballero de Olmedo, de Lope, dirigida por Lluís Pasqual

Lluís Pasqual es uno de los directores de referencia en el teatro español. Montajes legendarios de nuestra escena, como «La vida del Rey Eduardo II de Inglaterra». «Como gustéis», «El público», «Una de las últimas tardes de Carnaval», «Roberto Zucco», «Comedia sin título», «La hija del aire», «Esperando a Godot»... Pocos directores han entendido como él a uno de los grandes autores de nuestro teatro, Federico García Lorca, y ha extendido su trabajo hasta la ópera (con montajes importantes) y la danza flamenca (colaboró con Antonio Canales en su «Bernarda» y con Sara Baras en «Mariana Pineda», donde pude conocerle mejor y ver de cerca su minucioso y detallista trabajo).

Le conocí en enero de 1987, en su despacho del teatro María Guerrero. Por aquel entonces era el director del Centro Dramático Nacional y preparaba el estreno en Madrid de «El público», de Lorca, que había presentado días atrás en el Piccolo Teatro de Milán. Me llamaron la atención la coherencia de su discurso, calmado y lleno de pasión, y su desmesurado amor al teatro.

Estos días presenta Pasqual el montaje de «El caballero de Olmedo», de Lope de Vega, que ha realizado para la Joven Compañía de Teatro Clásico y la Kompayia, el conjunto joven del Lliure (un magnífico ejemplo de colaboración entre instituciones públicas). Si en 1992, como ha recordado el propio Pasqual, montó la obra en el Patio de los Papas de Aviñón, en Francia, con mil metros cuadrados de escenario, en el que situó un gigantesco trigal, ahora ha reducido el montaje a la mínima expresión.

Pasqual, un director tremendamente inteligente, ha hecho de la necesidad virtud, y su Caballero es minimalista, flamenco y juguetón. Cuenta con una compañía muy joven, todavía en periodo de formación, y ha aprovechado esta circunstancia para trazar un espectáculo de una gran frescura y simplicidad escénica, lleno de ritmo y corazón. Un grupo de sillas dispuestas a la manera de los tablaos flamencos, son practicamente el único elemento escénico (en la escena final, hay una enorme y lorquiana luna). Los actores no abandonan nunca la escena, y el vestuario está a medio camino entre lo barroco y lo contemporáneo; la apariencia es, casi, la de un ensayo o un taller.

Y ese espíritu tiene el montaje, donde se suceden los guiños al espectador y se toman licencias y decisiones muy discutibles; por ejemplo, se canta un desconcertante tango, en un momento que a mí, particularmente, me encantó, pero que me consta que no se ha recibido igual. Pero por encima de todo está Lope, con algunos de sus más hermosos versos y personajes. Pasqual deja que la palabra del Fénix de los Ingenios y la interpretación de los actores estimulen la imaginación de los espectadores. En la función que yo ví, más de tres cuartos de la sala la ocupaban estudiantes de instituto, que mutaron sus divertidas risitas del comienzo por el más respetuoso de los silencios (en general), para concluir con una satisfecha ovación al final del espectáculo. 

Carmen Machi (que ha sustituido, sin apenas ensayos, a Rosa María Sardá, repentinamente indispuesta) impone su jerarquía en el papel de Fabia, donde brilla su naturalidad y su buen hacer. Y del joven elenco destacan Javier Beltrán (Don Alonso), Mima Riera (Doña Inés) y Don Rodrigo (Francisco Ortiz).


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