Avatar
Soy teatrero, lo confieso. Naturalmente, el cine forma parte de mi vida, como le ocurre a mi generación y a muchas otras anteriores y posteriores. Pero reconozco que no he logrado jamás sentir con él la emoción que he experimentado en un teatro. He llorado, he reído… Pero sentir la respiración de un actor, un cantante o un bailarín y saber que él siente la mía, que escucha mis risas y puede imaginar mi llanto; que sus palabras y sus gestos son como cuerdas que tiran de mis sentimientos y los alborotan… Sentir eso no lo he conseguido jamás ante una pantalla de cine. Otros sí, y lo celebro. Todo esto viene a cuento porque, por fin, he visto Avatar. Es-pec-ta-cu-lar. La he visto con mi sobrino Julio, que se sentía desplazado en el colegio porque todos sus compañeros ya la habían visto y él no tenía posibilidad de hablar de la película. Cuando ha terminado, me ha hecho la pregunta del millón. “Tío, ¿crees que James Cameron es el mejor director de la historia?” Le he contestado enseguida: “No”. “Pero ¿por qué?”, me ha vuelto a preguntar. Y no he sabido realmente qué decirle. Hace años, cuando se estrenó Titanic, yo repetía con frecuencia –era una boutade- que el cine es un arte en decadencia. Titanic cambió la mirada de muchos espectadores, lo mismo que hará Avatar, que me atrevo a decir que supone un antes y un después en la historia del cine. Y en el fondo, creo que con películas así se pierde un poco de ese sabor artesanal que creo que ni el teatro ni el cine deben de perder nunca. Lo he pasado muy bien y estoy fascinado, pero no sé, me ha costado mucho escuchar los latidos del corazón de los actores. No sé cómo se dice en navi, pero me quedo en el teatro…
Yo también me quedo con el teatro, ese espectáculo en el que los corazones de los que están sobre el escenario y de los que están en el patio de butacas se sincronizan y laten al mismo ritmo. Hoy mismo me voy a ver Glengarry Glen ross
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