«La calma mágica», de Alfredo Sanzol




Decir que Alfredo Sanzol es una de las voces más seductoras del teatro español actual no es ninguna originalidad. Tampoco la pretendo, y me gusta sumarme (lo hice ya hace tiempo) al creciente «club de fans» de este dramaturgo madrileño de origen navarro, porque he tenido, además, la fortuna de haber compartido con él un puñado de charlas (entre ruedas de prensa, entrevistas y encuentros personales) que me hacen admirarle también como persona.

«La calma mágica» es el título de la obra que acaba de estrenar (como autor y director) en el teatro Valle-Inclán; es una coproducción entre el Centro Dramático Nacional y Tanttaka Teatroa, la compañía que sorprendió hace unos años con una función ya legendaria: «El florido pensil». Me atrevo a decir que Alfredo Sanzol ha dado un paso adelante en su carrera con esta obra, que a mí me ha parecido la más poética y emocionante de toda su producción (de lo que conozco de ella).

Tiene su por qué: Sanzol perdió recientemente a su padre, y a él, dice, está dedicada esta obra. El dramaturgo se rebela contra su ausencia y ha escrito una obra pensando en que le gustaría, en que lo pasaría bien. Tiene «La calma mágica» las mejores cualidades del autor: la claridad narrativa, la fantasía, la naturalidad de los diálogos, el desenfado y la falta de prejuicios a la hora de contar historias. También su humor, sutil, inteligente y nada superficial. Pero en esta obra, además, hay un grado más de emoción; de hecho, la obra entera puede considerarse como una carta de amor a su padre; no le ha importado disfrazarse de protagonista en la obra para escribirla y rematarla con un monólogo sencillamente conmovedor.


Sanzol juega con lo real y lo imaginado, con las fantasías y las alucinaciones. Cuenta la historia de un joven que es grabado en su puesto de trabajo mientras duerme. A partir de entonces emprende una denodada lucha para tratar de que quien le grabó borre el video de su teléfono móvil. No importa que la grabación tenga un número insignificante de visitas, ni que su difusión no se merezca tantos esfuerzos. Oliver, el protagonista, pelea simplemente por su dignidad, y eso le lleva a hacer cosas absurdas. A partir de ahí, Sanzol trenza historias en las que la frontera entre la verdad y la alucinación se diluye hasta no saber qué está ocurriendo y qué es pura imaginación (elefante rosa incluido). Todo ello con un pulso firme en la escritura y un ritmo siempre vivo en la dirección del espectáculo.

Cuenta para ello con cinco actores comprometidos y entregados. El personaje de Oliver es un yo-yo emocional e Iñaki Rikarte sabe jugar con él y prestarle ahora el nervio y el desafuero, ahora la timidez y la bondad. Sandra Ferrús posee una de las sonrisas más soleadas de la escena española, y colorea con naturalidad y energía positiva todos los rincones -alguno muy valiente, por cierto- de su caleidoscópico personaje. Aitor Mazo demuestra autoridad y jerarquía, y Mireia Gabilondo llena de sutileza a Olga, su inalterable personaje. Completa el reparto una eficiente Altziber Garmendia. 


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