«Los miserables» en el Liceo
He hablado mucho en este blog del musical «Los miserables», pero su estreno en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona (por historia, tradición y monumentalidad, el principal teatro de ópera de España) es una ocasión lo suficientemente significativa como para volver a él.
Me ha chocado mucho que el Liceo haya abierto sus puertas a un musical -supongo que la constancia de Julia Gómez Cora, directora general de Stage, ha tenido mucho que ver-; el mundo de la ópera tiene respecto a este género muchas reticencias, cuando no desprecio manifiesto. Llevo clavada en la memoria una frase pronunciada por un periodista y crítico amigo mío durante una conversación que manteníamos con una colega inglesa en el Covent Garden de Londres: «I hate musicals» (Odio los musicales), dijo, con un tono de superioridad moral con el que quería establecer su estatus de hombre culto. Nuestra colega respondió que ella también, y yo me quedé solo. No recuerdo (quizás no los hubo) que ninguno de los dos expresara ningún argumento que justificara su odio. Yo, por cierto, no llego al odio, pero sí que aborrezco los malos musicales. Igual que las malas tragedias, las malas comedias, los malos dramas, las malas zarzuelas, e incluso, las malas óperas (que las hay).
Pero en cuestión de gustos, nunca se pondrá la raza humana de acuerdo. Y es bueno que así sea, supongo. De todos modos, me siento muy acompañado de esas 65 millones de personas que ya han visto «Los miserables» en algún rincón del mundo. Y meter en el mismo saco a este musical con otros cuyo título prefiero omitir es tan injusto como mezclar a Shakespeare con, pongamos por caso, Alfonso Paso (con todos mis respetos para este dramaturgo que cumplió una etapa dentro del teatro español, y que seguramente no tenía ninguna pretensión más que la de entretener al público de su época).
Y es que «Los miserables» es, para mí, un musical especial, un título con una calidad teatral y musical que le hacen digno de pisar el escenario del Liceo (los teatros de ópera, por otra parte, deben desacralizarse). Me preguntaba Víctor Díaz, uno de los intérpretes de la producción española, cómo se había visto (Víctor, tenor lírico, ha cantado en teatros como el San Carlos de Nápoles); Yo le contesté que una vez acostumbrado el oído al sonido amplificado (me gustaría ver algún día una versión operística de la obra, creo que sería muy interesante), todo había discurrido muy bien. No desmerece la producción de otras propuestas que visitan habitualmente este teatro. Pero es importante para el género -y ahí coincido con Dani Anglés, el director residente- haber dado este importante paso; que, insisto, solo títulos con la entidad de «Los miserables» pueden dar.
Hace cuatro años escribí un texto para el programa de lujo de la producción madrileña de «Los miserables»: Allí escribí: «Los Miserables es, en muchos sentidos, una ópera contemporánea, como lo es también Sweeney Todd, de Stephen Sondheim. Su tratamiento musical, su estructura, no son los de una comedia musical, sino que busca ir un paso más allá a través de elementos y formas “clásicas” como recitativos, coros, concertantes, arias… Todo es música en Los Miserables; una música, por otro lado, directa, apoyada en un puñado de melodías que se van abrazando a la acción de un modo u otro para dibujar y subrayar el clima dramático de cada momento». Poco más tengo que añadir sobre esta obra que, también hay que reconocerlo, es un fenómeno cuya explicación excede a sus virtudes artísticas, y en el que tiene mucho que ver ese singular productor que se llama Cameron Mackintosh.
El público del Liceo (buena parte del aforo, me contaron, estaba formada por abonados) aplaudió con ganas varios de los números y hubo una espontánea y estruendosa ovación al final del espectáculo, con el patio de butacas puesto en pie. Y es que la función, que no veía desde su estreno en Madrid hace cuatro años (el musical lo volví a ver a principios del año pasado en Londres, con Gerónimo Rauch como protagonista), suena y se ve muy bien. Me sorprendió que Nicolás Martinelli (elegido para el papel de Jean Valjean en esta gira) no estuviera en el reparto, aunque he escuchado algunos rumores sobre su falta de adaptación, por decirlo de algún modo); lo hizo Felipe Forastiere, su cover, de buena voz y mejor actitud en un personaje de dimensiones mayúsculas.
Todos los protagonistas superan el notable (Guido Balzaretti, Carlos Solano, Talía del Val, los niños...), pero dejadme que les suba la nota a varios de ellos; en primer lugar, a Ignasi Vidal, que hace un Javert imponente, con la rudeza y la nobleza en la voz necesarias para un personaje recto y de altos ideales; Elena Medina, Fantine, le da a su personaje un acento más rabioso que resignado, más furioso que vencido; Lydia Fairén posee la inocencia y la resolución de la generosa Eponine; y Armando Pita y Eva Diago -los Thénardier, que son el contrapunto perfecto del drama-, salpican la obra con intervenciones llenas de atinada desvergüenza y su descaro.
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