«Donde hay agravios no hay celos» en Almagro


Almagro es una localidad -y no es una exageración- que respira teatro en los días en que se celebra el festival de teatro clásico. Su columna vertebral es esa joya que es el singularísimo Corral de Comedias, pero el latido acelerado se lo aportan las decenas de actores, directores y aficionados que convierten la espectacular Plaza Mayor en un corazón que bombea su sangre a los distintos espacios en que se desarrolla el certamen, extraordinariamente dirigido por Natalia Menéndez.

Una de las columnas sobre las que se asienta el festival es la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que durante los meses estivales traslada su residencia a la localidad manchega y ofrece todos los años el estreno de una nueva producción. En esta ocasión ha sido «Donde hay agravios no hay celos», de Francisco Rojas Zorrilla, con dirección de Helena Pimenta, responsable de la compañía.

Helena Pimenta se debió caer de pequeña en una marmita llena de optimismo, simpatía y alegría; de buen rollo, vaya. Tiene tatuada una sonrisa amable y cercana, y su inteligencia es similar a su pasión por el teatro; en ambos casos, mucha. Con ellas -pasión e inteligencia- habla Helena Pimenta de la obra, de excepcional carpintería, de su ritmo, de su estructura, de sus ideas, de su defensa de la mujer (no me gusta el término feminismo, se le ha dado a menudo un significado excluyente). Y con ellas (pasión e inteligencia) ha moldeado Helena Pimenta un espectáculo luminoso y soleado, divertido y dulce, vibrante y equilibrado. 

«Donde hay agravios no hay celos» cuenta una historia de enredos que se ovillan en torno al amor, el deseo, la venganza, las diferencias sociales, los engaños, los agravios... para trazar un laberinto de relatos del que solo se sale al final. A Madrid llegan un señor y su criado para conocer a una mujer de la que se ha prendado a través de su retrato. Atrás deja, en Salamanca, una hermana deshonrada y un hermano muerto por un hombre en el que espera poder vengarse. La mujer vive en la casa familiar con su padre y una criada alcahueta y respondona, y sufre también los acosos de un primo que la visita de noche con la complicidad de la criada. Llega a Madrid, también, la hermana deshonrada, y el enredo es mayúsculo.

La versión de Fernando Sansegundo tiene la virtud de la claridad, y sobre ella Helena Pimenta ha levantado un ligero castillo de naipes en el que, sin embargo, las cartas parecen fijadas con cemento las unas a las otras, tal es su solidez. El texto muestra unos personajes claramente perfilados, llenos de intención y de entidad. La melancólica música y las coreografías de conjunto ayudan a la singladura de la obra. En ella son muy frecuentes los apartes, un difícil escollo que la directora sabe sortear y poner a su favor. Son, según ella misma explica, las espitas por donde escapan los sentimientos de los personajes, esclavos de sus silencios, temerosos de decir lo que sienten. 

Hay momentos excepcionales en este montaje, insisto, extraordinariamente cómico. Las peleas a espada, preparadas por Jesús Esperanza, las astutamente livianas coreografías de Nuria Castejón, el soberbio -y comprometido- monólogo de Beatriz, la criada son algunos de ellos. Helena Pimenta mezcla actores habituales de la casa -Rafa Castejón, Marta Poveda, Fernando Sansegundo, David Lorente y Óscar Zafra- con otros «ajenos» a la compañía -Jesús Noguero, Clara Sanchís y Natalia Millán-. Con todos ellos ha creado una afinada y compacta orquesta, donde es imposible destacar a uno sobre otro, porque todos rayan a la misma altura, apoyados (creo que es justo destacarlo) por el trabajo con el verso del maestro Vicente Fuentes. Un espectáculo digno de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que adquiere con montajes así (también con «La vida es sueño», claro) su verdadero significado; seguro que era algo así lo que imaginaba Adolfo Marsillach cuando la creó.

 
La foto es de Guillermo Casas
  

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