Los hijos de Kennedy

Los hijos de Kennedy, una obra escrita por el dramaturgo estadounidense Robert Patrick, se estrenó en 1973, de manera casi clandestina, en la trastienda de un pub de Londres; poco después, sin embargo, vio la luz en es West End (el circuito comercial del teatro londinense) y, a finales de octubre de 1975 se estrenó en Broadway. En febrero de 1977 llegaba a Madrid, al teatro Bellas Artes, de la mano de Ángel García Moreno y con un reparto compuesto por Marisa de Leza, Pedro Civera, Gemma Cuervo, Paco Valladares y María Luisa Merlo. La versión la firmaba un joven y talentoso actor llamado José María Pou.

Ahora, cuando están a punto de cumplirse cincuenta años del asesinato de John Fitzgerald Kennedy (el 22 de noviembre), José María Pou ha reunido, de la mano del productor Pedro Larrañaga, a un reparto verdaderamente estelar (Fernando Cayo, Álex García, Ariadna Gil, Emma Suárez y Maribel Verdú) para reponer esta obra, un desmoralizado retrato de una generación de estadounidenses que vivieron con ilusión los cambios que prometía la década de los sesenta, que se derrumbaron como un castillo de naipes y que en el momento en que transcurre la función, mediados de los setenta, se presentan como una lejana quimera. La muerte del carismático presidente Kennedy es el símbolo, el detonante del fin del sueño.

Patrick presenta en el interior de un bar, en una tarde lluviosa, a cinco personas. Una secretaria, típica americana media, que tras la muerte de Kennedy se dedica a mantener viva la llama de su memoria; un actor homosexual, que durante años ha estado sumergido en el teatro más experimental y underground de Nueva York; una joven de espíritu hippie que ha vivido de manifestación en manifestación; una aspirante a actriz que, tras la muerte de Marilyn Monroe unos meses antes, sueña con convertirse en su sucesora; y, por fin, un joven que ha vivido la traumática guerra de Vietnam y ha caído en las drogas. Personajes que el cine nos ha presentado a menudo y que por eso, a pesar de su lejanía, nos resultan familiares.

No es sencillo el texto de Robert Patrick, ni en el fondo ni en la forma. Reunidos en un bar, un lugar proclive a la melancolía, los cinco personajes se encuentran solos; no interactúan entre ellos, lanzan sus acres monólogos al público. Los cinco destilan en ellos amargura y pesadumbre, hay un cierto rencor hacia sus fallidas esperanzas y un dolor profundo, visceral, que se asoma agrio a sus palabras. Algunos, como la hippy (Ariadna Gil) mantiene intactas sus convicciones, mientras aquello por lo que ha luchado y en lo que ha empleado su vida y sus fuerzas, se ha derrumbado. La actriz (Maribel Verdú), ve como se ha vendido una y otra vez por un triunfo que ni siquiera ha podido tocar con los dedos; el actor ha desgastado su vida en papeles absurdos y pretendidamente intelectuales para ver como finalmente todo ha terminado entre cenizas; el soldado delira su incomprensión y su locura, y la secretaria se encuentra perdida, sin entender el mundo que la rodea y que, el día en que Lee Harvey Oswald disparó su rifle, se derrumbó por completo.

José María Pou ha construido un espectáculo desnudo, de una frialdad abrumadora, para que las cinco historias se cuenten sin estorbos, pero en el que hay guiños, referencias musicales y proyecciones que a parte del público le pueden resultar incomprensibles. Los cinco actores le otorgan carne, sangre y temblor a sus personajes; destacan especialmente Maribel Verdú, patética y conmovedora, y el maravilloso Fernando Cayo (su personaje es el sosias del autor), que otorga contención a su gaseoso personaje y le da sordina a sus trompeteras intervenciones.


La foto es de Sergio Parra


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