Carmen Amaya

El 19 de noviembre de 1963, hoy hace cincuenta años, murió Carmen Amaya en su casa de Bagur, en Gerona. Ese mismo día y en ese mismo año nací yo y, por azares de la vida, once meses después mi familia se trasladaba a Gerona, ciudad donde viví durante casi diez años. Comprenderéis por tanto que sienta una conexión especial por esta artista, una de las más grandes de la historia del flamenco, y que siempre me haya interesado su figura.

Probablemente, aunque no existieran esas circunstancias, me hubiera atrapado la leyenda de esta mujer, que nació hace cien años en una barriada marginal y mísera de la Barcelona de principios de siglo. Desde allí, desde las playas del Somorrostro, llegó, con su descomunal talento, a bailar en los más grandes teatro de todo el mundo, e incluso a hacerlo en la Casa Blanca, donde fue invitada por el presidente Roosevelt. Poco antes de morir, Carmen Amaya volvió al Somorrostro para intervenir en la película de Rovira Beleta «Los Tarantos», en la que dejó pinceladas de su arte magnético e inaprensible. Muy enferma ya, fue un rodaje, cuentan, envuelto en dolores. 

Jean Cocteau escribió de ella: «Carmen Amaya es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer soñadora, una tormenta de aplausos. Cuando su gente llega a una ciudad, suprime la fealdad, la monotonía, la tristeza; cual vuelo de insectos devora las hojas de los árboles. Desde el ballet ruso de Serge Diaghilev no habíamos vuelto a encontrarnos este tipo de citas de amor en una sala de teatro».

Pocos días antes de cumplirse cuarenta años de su muerte, estuve por última vez con Antonio Gades, para quien Carmen Amaya era una de sus referencias (trabajó también en «Los Tarantos»), Herido él también, recordaba perfectamente el día de su muerte. Estaba jugando un partido de fútbol cuando le dieron la noticia, y así lo contó en ABC: «El día que murió Carmen Amaya yo estaba en Barcelona. Me enteré de su muerte mientras jugaba un partido de fútbol entre flamencos y camareros y con unos amigos, entre ellos el pintor Viola. Fui a Bagur, a la casa en la que ella había querido buscar la tranquilidad. Tuve el honor y la tristeza de llevar sobre mis hombros el féretro de Carmen y, después, supe que en Barcelona, en Pueblo Nuevo, seguían los tablaos abiertos. No pude contenerme y allí fui a cerrarlos. Yo estaba furioso;aquello era una falta de respeto para quien fue una de las más grandes de la historia del baile flamenco y paraquien había sido una mujer llena denobleza, de generosidad, que se había entregado a su profesión y a sus gentes sin importarle que eso arruinara, en cierto modo, su propia vida». 

Las películas y grabaciones que quedan de ella no reflejan, imagino, su enorme jerarquía, pero nos muestran a una bailaora de nervio insolente y energía salvaje, hipnótica y arrebatadora. Esencia de flamenco y pureza en cada uno de sus pasos.

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