Luces de bohemia

Probablemente ningún texto teatral me ha impresionado tanto como «Luces de bohemia», de Valle-Inclán, a pesar de que lo leí por obligación en el colegio (creo recordar que era en 2º de BUP, unas siglas que solo a los más veteranos os sonarán, y que significan Bachillerato Unificado Polivalente). Ya tenía yo por entonces intenciones literarias y en las páginas de aquella obra teatral encontré inspiración y deleite -y perdón por la palabra, que quizás suene cursi, pero es la que mejor define mis sentimientos tras aquella lectura. El texto de «Luces de bohemia» es oloroso y sabroso como un guiso exquisito. Es imposible no marearse con esa catarata de expresiones tan ricas en sonoridad, en significado, en metáfora. No es posible resistirse a personajes de tanta enjundia como los dos protagonistas, Max Estrella y Latino de Hispalis, que son en tantos aspectos el revés de Don Quijote y Sancho Panza: El caballero de la triste figura y el «primer poeta de España» comparten hidalguía pero los delirios de aquel son desencanto en éste, y la nobleza y generosidad del escudero cervantino son en Don Latino arribismo y actitud parásita, con idéntica admiración en uno y otro.
Lo más hermoso, sin embargo, de «Luces de bohemia», son para mi las acotaciones, soberbios ejercicios de poesía que iluminan la imaginación del lector y le conducen a ese Madrid ajado y ennegrecido, esperpéntico y carnoso, de brillos enmohecidos. Un Madrid que respira amargura e ingenio al tiempo, que aun mutilado mantiene la compostura y la hidalguía... 
Vi hace más de veinte años la magnética producción que dirigió Lluís Pasqual en el María Guerrero, con José María Rodero -uno de los actores que más me ha emocionado- como Max Estrella. También vi la producción que dirigió mi añorado José Tamayo, con Carlos Ballesteros como protagonista. Y he visto, hace unos días, el nuevo montaje presentado en el María Guerrero, con dirección de Lluís Homar. Es un trabajo notable, con el empaque propio de las producciones del Centro Dramático Nacional, con interpretaciones de altura y un pulcro respeto por el texto de Valle. Pero a la función le falta abrocharse. Gonzalo de Castro es un actor magnífico, lo ha demostrado en numerosas ocasiones, y en su Max Estrella hay un encomiable trabajo. Pero es, en mi opinión, excesivamente joven para encarnar a este hombre derrotado por la salud y por la vida; al también siempre excelente Enric Benavent le falta aguijón para ese sinvergüenza que es Latino de Hispalis. Del resto del reparto me gustaron especialmente Miguel Rellán (soberbio), José Ángel Egido, Isabel Ordaz, Marina Salas, sobre todo cuando encarna a Claudinita...
El ritmo es el principal lastre de este espectáculo, instalado en la umbría y con la chispa lijada... Es, con todo, una función notable, porque está Valle y porque hay un trabajo tan serio como encomiable. Quizás el problema sea que las expectativas eran muy altas... 

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