Elling

Pocos espectáculos hay actualmente en los escenarios madrileños tan emocionantes y magnéticos como «Elling», que interpretan en el teatro Galileo Carmelo Gómez y Javier Gutiérrez (las funciones se han prorrogado hasta el 15 de abril). Se trata de la adaptación teatral, realizada por David Serrano, de una novela del noruego Ingvar Ambjornsen, y la dirección es de Andrés Lima. 
Confieso que acudí sin mayores expectativas, porque el tema, dos enfermos mentales a los que el Gobierno traslada a un piso, en un proyecto experimental, para facilitar así su reinserción social, no me llamaba mucho la atención; no obstante, la calidad de los dos actores y las buenas referencias que había recibido de su trabajo terminaron de animarme. No puedo estar más contento de haberlo hecho. Vi el espectáculo -qué privilegiado soy- desde la primera fila; el escenario, una plataforma levantada apenas medio metro del suelo, está rodeado por los espectadores, y en este caso la cercanía (que en algunas funciones impide ver el bosque) es una ventaja a la hora de apreciar lo que es el mayor activo de la obra: las formidables interpretaciones de los dos protagonistas (a quienes acompañan, con excelentes trabajos también, Rebeca Montero y Chema Adeva). 

La versión de David Serrano es inteligente, posee claridad, ritmo y precisión. La historia de los dos «locos» (una palabra políticamente incorrecta pero más expresiva que todos sus eufemismos) resulta atractiva, y Andrés Lima maneja el viaje de los dos personajes hacia la «normalidad» con pulso y tacto. Pero sin el portentoso trabajo de los dos actores nada sería igual. Ambos personajes (extraordinariamente dibujados) rondan los cuarenta años: Elling (Carmelo Gómez) ha perdido a su madre y su desequilibrio es evidente; Kjell Bjarne (Javier Gutiérrez) está obsesionado con perder la virginidad. Los dos pasan de compartir habitación en el hospital a habitar juntos un piso. Cosas tan cotidianas como responder al teléfono o salir a comer o hacer la compra supone para los dos un esfuerzo mayúsculo. Con la presión del funcionario que cuida su desarrollo van andando el camino. 

Carmelo Gómez y Javier Gutiérrez consiguen que los espectadores se enamoren de sus dos personajes. Los dotan de humanidad, los dibujan con maestría, sin traspasar nunca (con lo difícil que eso resulta) la frontera de lo grotesco ni llegar a la caricatura. Hay un admirable trabajo de concentración que se hace todavía más encomiable ante la cercanía y la visibilidad del público. Resultan tiernos, frágiles, compadecibles, pero en ningún momento patéticos. Y los espectadores se convierten en firmes cómplices de sus peripecias y alientan con sus risas y sus silencios emocionantes ese viaje a la normalidad. Los dos merecen, y el público se la dio puesto en pie (imagino que así ocurrirá todos los días), una ovación tan admirada como cariñosa. No es para menos.

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