María Adánez
Siempre he considerado a María Adánez una magnífica actriz, que ha elegido además con arrojo y valentía varios de sus proyectos. Como otros intérpretes marcados de alguna manera por sus éxitos televisivos (en su caso la serie «Aquí no hay quien viva»), parece que tuvieran que hacer un esfuerzo suplementario para pasar el siempre implacable examen del público y la crítica.
De la mano de Miguel Narros, uno de los directores imprescindibles del teatro español de las últimas décadas, se metió en la piel de dos personajes tan deslumbrantes como peligrosos: las protagonistas de «Salomé», de Oscar Wilde, y «La señorita Julia», de August Strindberg, dos mujeres complejas, atrapadas en su deseo, caprichosas y obstinadas, a las que María daba la naturalidad y el color precisos, así como su juventud y lozanía; algo de lo que no siempre han podido gozar los dos personajes, que por su envergadura han sido encarnados a menudo por actrices de mayor edad. Ha hecho comedia y ha llamado la atención de Josep Maria Flotats, que le incluyó en el reparto de «Beaumarchais», donde encarnaba a la actriz Marion Ménard, la amante del dramaturgo, a la que prestaba coquetería y carácter de soubrette.
Vi hace unos días, en el encantador e histórico Corral de Comedias de Alcalá de Henares, y dentro del festival Clásicos en Alcalá, «La escuela de la desobediencia», una obra que ha escrito Paco Bezerra a partir de dos escritos de Pietro Aretino (Raggionamenti) y Michel Millot (L'École des filles ou la Philosophie des dames), y que dirige Luis Luque. Es un texto de un descaro extraordinario, que camina siempre, sin caer nunca en ella, en el filo de la vulgaridad, tremendamente resbaladizo y comprometido para sus intérpretes, Cristina Marcos y la propia María Adánez. Elegante, pícara, sensual, atrevida, expuesta, la función es una difícil y hermosa partitura que las dos actrices cantan afinadas y empastadas. Para María es la particella más comprometida, que la lleva de la inocencia a la maquinación en apenas hora y media, lo que dura la función. El azoramiento de Fanchon, su personaje, se va diluyendo según transcurre la obra y va revelando a una mujer segura de sí misma que ha descubierto el placer y no quiere renunciar a él. Con ella viaja la actriz, que muda su candor en madurez incluso desde el tono de su voz, que pasa del alboroto al sosiego. Su monólogo en la bañera -convertido por Luque en una elegantísima escena a pesar de la truculencia del relato- revela a una actriz consistente, asentada y en constante crecimiento. Enhorabuena.
De la mano de Miguel Narros, uno de los directores imprescindibles del teatro español de las últimas décadas, se metió en la piel de dos personajes tan deslumbrantes como peligrosos: las protagonistas de «Salomé», de Oscar Wilde, y «La señorita Julia», de August Strindberg, dos mujeres complejas, atrapadas en su deseo, caprichosas y obstinadas, a las que María daba la naturalidad y el color precisos, así como su juventud y lozanía; algo de lo que no siempre han podido gozar los dos personajes, que por su envergadura han sido encarnados a menudo por actrices de mayor edad. Ha hecho comedia y ha llamado la atención de Josep Maria Flotats, que le incluyó en el reparto de «Beaumarchais», donde encarnaba a la actriz Marion Ménard, la amante del dramaturgo, a la que prestaba coquetería y carácter de soubrette.
Vi hace unos días, en el encantador e histórico Corral de Comedias de Alcalá de Henares, y dentro del festival Clásicos en Alcalá, «La escuela de la desobediencia», una obra que ha escrito Paco Bezerra a partir de dos escritos de Pietro Aretino (Raggionamenti) y Michel Millot (L'École des filles ou la Philosophie des dames), y que dirige Luis Luque. Es un texto de un descaro extraordinario, que camina siempre, sin caer nunca en ella, en el filo de la vulgaridad, tremendamente resbaladizo y comprometido para sus intérpretes, Cristina Marcos y la propia María Adánez. Elegante, pícara, sensual, atrevida, expuesta, la función es una difícil y hermosa partitura que las dos actrices cantan afinadas y empastadas. Para María es la particella más comprometida, que la lleva de la inocencia a la maquinación en apenas hora y media, lo que dura la función. El azoramiento de Fanchon, su personaje, se va diluyendo según transcurre la obra y va revelando a una mujer segura de sí misma que ha descubierto el placer y no quiere renunciar a él. Con ella viaja la actriz, que muda su candor en madurez incluso desde el tono de su voz, que pasa del alboroto al sosiego. Su monólogo en la bañera -convertido por Luque en una elegantísima escena a pesar de la truculencia del relato- revela a una actriz consistente, asentada y en constante crecimiento. Enhorabuena.
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