Mis diez montajes teatrales de 2015

Éste es ya el cuarto año en que elaboro la lista de los diez montajes teatrales que más me han hecho disfrutar a lo largo de los 365 días. Es una lista injusta; muy injusta. Se quedan fuera trabajos que no he podido ver (y que me consta que hubieran podido estar aquí) y otros que reúnen méritos similares a los que están aquí... Evidentemente es una lista subjetiva; seguro que muchos echaréis de menos algún título, o quitaríais otro. Y seguro que tenéis razón. Pero estoy convencido de que, aunque no están todos los que son, sí son todos los que están. Los incluyo por orden alfabético


Antígona

Pocos proyectos han generado tanta expectación en la escena española reciente como Teatro de la Ciudad, en el que se reunieron tres interesantísimos directores: Miguel del Arco, Andrés Lima y Alfredo Sanzol, Su propósito, «una apuesta por la investigación, reflexión, producción y exhibición del teatro contemporáneo». En su primer trabajo, presentado en el teatro de La Abadía, viajaron hacia el origen del teatro e investigaron en la tragedia griega; cada uno puso en pie uno de sus títulos: «Antígona» (Del Arco), «Medea» (Lima) y «Edipo Rey». Tenían todos un sello de calidad indiscutible, magnetismo y sugestivos puntos de vista y de partida. Pero a mi juicio, el más redondo era «Antígona», con una soberbia Carmen Machi, «que transforma -escribí- el escenario con su presencia». Del montaje dije en su día: «La versión de Miguel del Arco tiene muchos aciertos, pero hay uno que resulta sobresaliente: que una mujer encarne a Creonte. Su enfrentamiento con Antígona -su conflicto- adquiere de esa manera una novedosa e interesantísima dimensión, de tal manera -y coincido aquí con mi admirado Marcos Ordoñez- que la función podría llamarse en esta ocasión «Creonte», tal es el protagonismo que adquiere este personaje».


Atchúuusss!!!

Anton Chéjov es siempre un valor seguro. Incluso cuando  -y es el caso de este montaje, que se estrenó en el teatro de La Latina- se recurre a los textos que publicó bajo el pseudónimo de 
Antosha Chejonté, muchos de ellos escritos por mera supervivencia alimenticia, y con el denominador común del humor, una faceta poco transitada del autor ruso. Un reparto estelar, con actores populares y de prestigio -Adriana Ozores, Malena Alterio, Fernando Tejero. Ernesto Alterio y Enric Benavent-, se pusieron a las órdenes de Carles Alfaro en un trabajo divertidísimo, ingenioso y muy bien elaborado. Escribí entonces: «"Atchúuusss!!!" es un divertidísimo espectáculo, con cinco historias que Alfaro envuelve con otra: la de un viejo y borrachuzo acomodador, antiguo actor que se queda dormido en el teatro, y despierta con éste vacio ya y a oscuras. Un viejo pianista le ayudará a traer a la memoria distintos recuerdos de su pasado. Las historias de Chéjov están habitadas por personajes tragicómicos, algunos incluso ridículos, a los que el autor dibuja con una ternura y compasión extraordinarias. Son personajes en su mayoría sufridos o atropellados, que viven desgraciadas situaciones que a los espectadores nos resultan cómicas».


Como si pasara un tren

El teatro no tiene más que un propósito: contar una historia. Da igual cómo se haga si se consigue llegar al corazón del espectador; puede ser mediante producciones aparatosas y llenas de maravillosos adornos o montajes sencillos y desnudos. «Como si pasara un tren» pertenece a los segundos. Su autora, Lorena Romanín, presenta sobre el escenario «un trocito de vida», nos abría la ventana de una familia a la vez particular y normal, con problemas particulares y normales, para contar su historia, tan normal como conmovedora. Una historia que se presenta, escribí, «con la cara lavada, sin maquillaje, sin oscuridades, mediante diálogos vivos, cálidos, y con personajes llenos de humanidad, vecinos del patio de butacas». Y añadía: «Adriana Roffi, la directora, cuenta con tres actores sencillamente comprometidos, que convierten el escenario en el salón de una casa cualquiera. María Morales (que a mi entender parece demasiado joven para el papel) encarna a la sufridora madre con contención y camina extraordinariamente por la cuerda floja entre tragedia y comedia a que le obliga su personaje. Marina Salas es una actriz que enamora (lo he dicho más de una vez) por su naturalidad, su expresividad y la poderosa atracción de su mirada poliédrica. Y Carlos Guerrero, debutante, otorga ternura y fisicidad a su personaje».

De mutuo desacuerdo

Esta función, escrita por Fernando J. López, dirigida por Quino Falero e interpretada por Toni Acosta e Iñaki Miramón, es otro ejemplo de que el buen teatro no es sino contar bien una historia. Los periodistas solemos ponernos estupendos y despreciar el llamado «teatro comercial» frente al teatro público y al off. No es difícil que le neguemos el pan de nuestra atención y la sal de nuestro reconocimiento, sin tener en cuenta de que en ese circuito hay funciones tan estimables y plausibles como en el resto. Y, además, son a menudo las que atraen al público, que no nos parece tener demasiado en cuenta. Esta obra cuenta varios episodios en la vida de una pareja divorciada y con un hijo en común. Lo hace con la inteción de divertir y entretener, pero lo hace sin concesiones, cruda y sinceramente. La llamé «comedia trampa»: «es generadora de muchas risas -escribí-, y hasta de alguna carcajada, pero también puede provocar desasosiego e incluso cierta vergüenza si uno se mira en el espejo de los dos personajes que, víctimas de sus inseguridades y sus frustraciones, utilizan en cierto modo a su hijo como arma arrojadiza». Y seguía: «Fernando J. López escribe una comedia al dictado de la realidad, con situaciones palpitantes, personajes auténticos y diálogos cotidianos además de ágiles y frescos. El espectador empatiza con los dos protagonistas, Sandra e Ignacio, que no pueden vivir juntos pero, en el fondo, tampoco separados, y a los que une un gran cariño que no impide que se tiren los trastos a la cabeza a lo largo de la función, que por otro lado deja una sensación de bienestar en el espectador».

El alcalde de Zalamea

No podía haber escogido Helena Pimenta, directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, un título mejor para la reinauguración del teatro de La Comedia, absurdamente cerrado durante trece años: «El alcalde de Zalamea» es una de las obras cumbres de la literatura dramática universal, además de una de las más populares. Si sumamos esto a que se ha presentado con un montaje tan espléndido como ejemplar, tenemos como resultado que en la taquilla no se ha quitado prácticamente ningún día el cartel de «No hay localidades». Reinterpretar a los clásicos es una cuestión espinosa, que ha dado, da y seguirá dando pie a montajes de muy diversa índole; desde propuestas llenas de interés a auténticas patochadas. La de Helena Pimenta es de las primeras. Se ha presentado a Calderón de la Barca sin adornos ni originalidades, con una inteligente sobriedad, con una clásica modernidad, en una versión laboriosamente preparada, y muy bien interpretada. Escribí con motivo de su estreno: «Me atrevería a decir que hay un antes y un después de la encarnación del personaje de Pedro Crespo por Carmelo Gómez. No solo por su penetrante retrato del alcalde, sino por la riqueza de matices e inflexiones vocales con que lo dibuja. Me cuesta dejar fuera de este comentario a uno solo de los intérpretes de la, repito, ejemplar función, pero concentraré el elogio en la conmovedora y maravillosamente juvenil Isabel de Nuria Gallardo (su mérito es enorme); al poderoso y dignísimo Don Lope de Joaquín Notario, al arrebatado capitán Don Álvaro de Jesús Noguero, y al atormentado Juan de Rafa Castejón».
     

El minuto del payaso

Los monólogos son, en estos tiempos de crisis una solución para actores y creadores además de un vehículo expresivo. Es un género difícil, que nada tiene que ver con el stand-up -que le ha robado el nombre cuando únicamente tienen en común que hay un solo intérprete en escena- y que exige del intérprete un extraordinario esfuerzo para lograr con el público la necesaria comunicación. Luis Bermejo, en esta función, no solo lo logra, sino que crea un estado de efervescencia en los espectadores. El texto de José Ramón Fernández sirve como excusa al actor y a Fernando Soto, el director, para crear un espectáculo agridulce en el que la columna vertebral es la interpretación de Bermejo. «Éste -escribí-, guiado por Fernando Soto, dibuja a un payaso nervioso, desasosegado, desequilibrado... Pasa de la euforia a la calma, del susurro al grito, en un tan desenfrenado como brillante ejercicio; Bermejo va escalando esta escarpada función hasta llegar a la cumbre en un contagioso final en el que cuenta con la complicidad del público, que sin saber muy bien cómo se encuentra atrapado en la red que el actor y el director han tendido. El trabajo del actor, soberbio, y que se desarrolla tanto en lo físico como en lo vocal y lo emocional, es magnético y admirable, y es una prueba más de que el talento de un actor suele ser más que suficiente para sostener una función».
  

El público

Hace algo más de un cuarto de siglo, Lluís Pasqual puso en escena, en un montaje de recuerdo imborrable, una de las obras «imposibles» de García Lorca, un autor particularmente querido para el director: «El público», un texto oscuro y fascinante que el poeta escribió poco antes de morir y que no se conoció hasta pasados muchos años de su asesinato. Se trata, en palabras del propio Pasqual, de «una vomitona» en la que Lorca arrojó todo lo que llevaba dentro. Muchas de sus frases son desesperados mordiscos al alma. Alex Rigola ha retomado este texto -un enigmático, poderoso y arrebatados poema- para crear un espectáculo fascinante que, tras su paso por La Abadía, está ahora en el Teatre Nacional de Catalunya. De él escribí hace unas semanas: «A "El público" hay que acercarse desnudo y con la intención de dejar empaparse por su belleza, por sus sugerencias, renunciando a entender de una manera convencional. Lorca no quiere contar una historia, quiere lanzar un grito suplicante y angustioso. Àlex Rigola se convierte aquí en un «médium» que nos devuelve a la vida a García Lorca y corporiza sus oscuras palabras. El director catalán, apoyado en un hermosísimo espacio escénico de Max Glaenzel, espléndidamente iluminado por Carlos Marqueríe, compone un espectáculo de una belleza profunda y poética, con escenas conmovedoras. Sabe recoger el profundo dolor que emana el texto para llegar a los sentidos de los espectadores».  


Escenas de la vida conyugal

No suele asociarse a Ingmar Bergman con el mundo de la comedia; más bien todo lo contrario. Tanto sus películas como sus obras teatrales llevan una pátina de intensidad a veces subrayada por los distintos montajes. Por eso la producción de «Escenas de la vida conyugal», procedente de Argentina -en España se suele traducir por «Escenas de matrimonio», que presentaron Érica Rivas y Ricardo Darín, con dirección de Norma Aleandro, me resultó gratamente sorprendente. Convertirla en comedia sin desvirtuarla me pareció un acierto (lo que no quiere decir que otras versiones que inciden en el dolor y en la confrontación no sean acertados), y más cuando se tienen dos intérpretes (él, sobre todo) de un extraordinario nivel. Esto escribí: «El gran acierto de Norma Aleandro es iluminar el drama de los dos personajes, Juan y Mariana; sin que la amarga historia que se cuenta pierda su amargura, la cuenta con tono de comedia, en la que asoma el sentido del humor, y subrayando el cariño y, sobre todo la ternura. Es la suya, además, una dirección salpicada de maravillosos detalles. Un ejemplo: el modo en que hace enfrentarse a los personajes en la crucial escena de la confesión de Juan (no quiero desvelar más por si alguien no conoce la historia y va a ver la función): los dos personajes están de pie, sin ningún elemento escenográfico que estorbe o distraiga, y él le pasa el maletín a ella, como deshaciéndose también del problema que acaba de crear».

La piedra oscura

Sin duda, una de las funciones más redondas de 2015. Un texto conmovedor (de Alberto Conejero), una primorosa y sensible puesta en escena (de Pablo Messiez, con la escenografía de Elisa Sanz y la iluminación de Paloma Parra) y una interpretación llena de sutileza (de Daniel Grao y Nacho Sánchez). «La piedra oscura» fue el acontecimiento teatral del arranque de este año, con todas las entradas agotadas casi antes de empezar (se programó en la Sala de la Princesa del teatro María Guerrero), y pasó lo mismo con su reposición en septiembre. La obra recuperaba la memoria de Rafael Rodríguez Rapún, un joven que fue el secretario del grupo teatral La Barraca, que comandaba Lorca, y que también, según algunos, fue el último amor del poeta. El texto fabula sobre las últimas horas en la cárcel de Rodríguez Rapún, un momento que sirve al autor para reflexionar sobre «la ausencia, la memoria, las víctimas y los verdugos, el encuentro y el desencuentro...», escribí. Y añadía sobre el trabajo del director y los actores: «Messiez hace suyo el texto y lo completa, entiende el universo de los dos personajes, su tormento y su generosidad, y enfoca la mirada y el oído (y de paso el corazón y la conciencia) de los espectadores hacia el texto y los actores. Daniel Grao y Nacho Sánchez hacen un trabajo sensible, conmovedor y emocionante. Y sincero, muy sincero».

Los hermanos Karamázov

Transformar una novela de tanto calado narrativo e ideológico como «Los hermanos Karamázov» en una pieza de teatro es una tarea destacable. Y hacerlo bien -como lo han hecho José Luis Collado y Gerardo Vera-, doblemente destacable. Pero es que la excelente producción que todavía se puede ver en el teatro Valle-Inclán tiene un ingrediente especial: se ha metido en las venas de los actores que conforman el excepcional reparto (con mención especial para Juan Echanove, Marta Poveda, Óscar de la Fuente, Lucía Quintana y Ferrán Vilajosana) de una manera desacostumbrada; llevo muchos años escuchando a los actores antes de estrenar una función, y pocas veces he visto un estado febril similar. Hay en este espectáculo una perturbadora corriente eléctrica que se transmite al patio de butacas, y que la convierte, aun no siendo perfecta, en una magnífica pieza de teatro. De muy buen teatro. Escribí tras su estreno: «La versión que firma Collado y que dirige Vera ha sabido recoger el tuétano de la historia y mantener el perfume de la Rusia decimonónica que avanza ya inexorable hacia la revolución. Posee tensión, poesía, peso, suciedad, intensidad -quizás demasiada-, furia, ambición, sexualidad, angustia, odio... para componer un fascinante y magnético relato, que pierde fuelle sin embargo en las escenas finales, tras la muerte del patriarca, Fiodor Karamázov, en las que le cuesta remontar el vuelo».

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