Alicia Alonso


Alicia Alonso es, sin duda, un mito de la danza. La conozco desde hace más de veinticinco años, y a lo largo de este tiempo he mantenido con ella varios encuentros, siempre profesionales: entrevistas más o menos extensas, sobre todo, pero también algún almuerzo. Recuerdo uno en un restaurante chino de La Habana (que los hay, o los había), en el que también estaba, claro, mi inolvidable Santiago Castelo, que sí cultivó con ella una gran amistad.

A Alicia Alonso siempre la ha rodeado un halo de santidad. En Cuba la reverencian (y las colonias de cubanos en ciudades como Madrid lo hacen también), y sus apariciones provocan murmullos de admiración y devoción. Siempre ha llevado una corte alrededor, encabezada por su marido, Pedro Simón. La tratan como si de una figura sobrenatural se tratara, con una veneración que va más allá del respeto y a mi se me antoja exagerada. Claro que yo no soy cubano.

He visto bailar a Alicia Alonso ya muy mayor, y he sido testigo de su natural decadencia. La he podido admirar cuando, ya septuagenaria (ahora tiene 94 o 95 años, según las fuentes) bailaba el paso a dos del segundo acto de «El lago de los cisnes» con una calidad y jerarquía extraordinarias. Y me ha dado una lástima cuando he visto cómo, prácticamente ciega ya, se colaba en el escenario del añorado teatro Albéniz y una mano la volvía a meter para dentro.

Volví el otro día a entrevistarla en casa de su amigo José Solano, que es también desde hace un tiempo el empresario que trae al Ballet Nacional de Cuba. Vestía totalmente de morado, tanto el vestido como el turbante (alguien me contó en una ocasión que los colores de su vestuario no son solo una cuestión estética, sino que tienen su significado). Me sentí muy mal; es una anciana cada vez más frágil, que no ve, escucha mal y se mueve con muchísima dificultad. No recuerdo si me dijeron que había llegado el día anterior o esa misma mañana de La Habana (doce horas de vuelo), pero en cualquier caso las entrevistas anteriores a la mía la dejaron, lógicamente, agotada. El cansancio y las dificultades para escuchar hacen inútil cualquier intento (que además no hice) de mantener una conversación, y apenas estuve con ella siete minutos.

Siento un profundo respeto por Alicia Alonso y una gran admiración por su arte y por sus logros. He podido comprobar en Cuba lo que supone el ballet para sus habitantes, cómo caminan durante horas para acudir a una representación, cómo se visten para las funciones, porque las consideran un acontecimiento; he visto el cariño que les dispensan a sus artistas, y he visto el gusto que han desarrollado por este difícil arte. Y esto es, en buena parte, gracias a Alicia Alonso.

El Gobierno cubano le ha distinguido con un honor que, como ella misma me dijo, se suele reservar a los muertos: ha dado su nombre al precioso Gran Teatro de La Habana, ahora Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Deseo que pueda gozar durante mucho tiempo del honor. «Lo mejor de la vida es vivir», me dijo hace un par de años. Que disfrute de la vida.


La foto, de hace unos cuatro o cinco años, es de mi amigo Ángel de Antonio

  

Comentarios

Entradas populares