Adiós a La casa de la Portera


El auge en los últimos años de los espacios insólitos dedicados al teatro en Madrid en los últimos años es tan sorprendente como desbordante. Desde escaparates a peluquerías, pasando por garajes o pisos reconvertidos. Pero me atrevería a decir que ninguno como La casa de la portera, que mañana cierra las puertas después de algo más de tres años de actividad con la obra con que abrió sus puertas: «Ivan-off», un montaje basado en la obra de Chéjov, cuyo espíritu ha planeado a lo largo de este tiempo sobre las paredes y el mobiliario de este piso de la calle Abades, 24, Bajo derecho.

¿Cuáles son las razones del éxito que ha tenido, desde el momento mismo de su apertura, La Casa de la Portera? Hay, seguramente, razones psicológicas; no sé si fue la primera en Madrid que transformó una vivienda en espacio teatral (a semejanza de lo que ocurrió en Buenos Aires), pero sí la primera en torno a la que se creó un halo que hizo que en aquellos primeros meses de vida fuera un lugar «al que había que acudir»; un «must», en el lenguaje anglosajón.

El «exotismo» del lugar, la decadente atmósfera primorosamente lograda por Alberto Puraenvidia -uno de los responsables, junto a José Martret, del proyecto- y la novedad-curiosidad del espacio, no hubieran servido más que de reclamo pasajero si no hubiera sido por su arriesgada y sugerente programación. Arriesgada, sí. Ahora, a toro pasado, es fácil creer en La Casa de la Portera, pero cuando se puso en marcha el proyecto era territorio inexplorado, una apuesta a rojo y negro que salió bien.

E, insisto, salió bien -al margen de la calidez que encontraba siempre en ella el visitante- fundamentalmente por su atrevida propuesta. Desde su espectáculo inaugural, el citado «Ivan-Off»; es la adaptación de un texto denso, como todos los de Chéjov, que se desarrolla en dos habitaciones -con el consiguiente trasiego de público-, con ¡nueve! actores en el reparto, en el que el espectador pasa las dos horas de manera «poco cómoda», y que a pesar de sus inconvenientes atrapa y convence. Más riesgos: llevar la danza hasta sus salones: Chevi Muraday y Ramón Oller (no recuerdo si alguien más) presentaron allí trabajos tan espléndidos como singulares.

Allí se han presentado trabajos deliciosos. De los que yo he podido disfrutar allí, recuerdo «Dos Ninas para un Chéjov», de Rocío Literas y María García de Oteyza, con Miriam Montilla y Andrea Trepat; «Cerda», de Juan de Mairena, con Dolly, Inma Cuevas, Sole Rosales, David Aramburu y María Velesar; «Cenizas», del mencionado Chevi Muraday, que él mismo interpretaba junto a Alberto Velasco; «Entreactos», de María Inés González y Miguel Ángel Carcano, con Irene Arcos y Sara Martín; y «Elepé», de Carlos Be, con Fran Arráez, Carmen Mayordomo e Iván Ugalde.

Con el cierre de La Casa de la Portera -su espíritu sigue en La Pensión de las Pulgas- se cierra el que ha sido, sin lugar a dudas, uno de los grandes revulsivos de la escena madrileña y uno de sus espacios singulares con mayor personalidad y calidad. Lo echaremos de menos.

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