«Invernadero», de Harold Pinter, dirigida por Mario Gas


Es difícil no dejarse seducir por el teatro sinuoso, enigmático y en cierto sentido incomprensible de Harold Pinter, un autor con una vitriólica capacidad de análisis. El teatro de Pinter es desconcertante pero magnético, hermético y al tiempo luminoso, grotesco y revelador a la vez. La concesión del premio Nobel de Literatura hace una década avivó su presencia en nuestros escenarios, donde en los últimos años se han podido ver varios de sus textos, presentados con mayor o menor fortuna.

En octubre de 2005, tras concedérsele el Nobel, Mario Gas escribía alborozado en ABC: «A todos los que desde hace mucho tiempo consideramos a Harold Pinter uno de  los dramaturgos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX, la noticia  nos llena de satisfacción. Por desgracia sigue siendo entre nuestro público  un ilustre desconocido, obligado a agazaparse en pequeños circuitos, en  salas reducidas o en pocas representaciones. “Veneno para la taquilla", diría  un avezado productor al uso, más pendiente del lucro que de otros aspectos teatrales. Es cierto que se han publicado varias de sus obras, y que se han  representado en todos los idiomas del suelo ibérico. Pero su teatro no ha  fluido como debería. País. Singular desde sus inicios como miembro de los "jóvenes airados", su teatro -así como sus guiones cinematográficos, televisivos y radiofónicos- marcan la disolución del hombre urbano occidental enfrentado a la soledad en  compañía, a la incomunicación. Creador de un lenguaje reiterativo y aparentemente banal que marca en realidad la vacuidad de la vida y las relaciones cotidianas, Pinter crea obras obsesivas, amargas, brutales y  paradójicas, preñadas de un extraño y mordaz sentido del humor. Se diría un  Beckett que desciende al terreno de la "naturalidad". Pero las referencias  en realidad no son más que comparaciones odiosas y reductoras».

Ha tardado casi diez años Mario Gas en enfrentarse a su primer Pinter como director, y ha sido «Invernadero» («Hothouse»), una obra que el dramaturgo estrenó en 1980, después de que la mantuviera en un cajón durante veintidós años. Un extraño y oscuro establecimiento de aromas ministeriales y burocráticos, aparentemente sanador pero donde ocurren sucesos inquietantes, es el escenario en el que Pinter sitúa la acción de la obra, poblada por una singular nómina de personajes recónditos y llenos de dobleces. Mario Gas envuelve en asepsia el montaje y se alía con el autor en ese ambiente farsesco, casi guiñolesco, en el que se mueven los habitantes del inquietante establecimiento.

No hay coherencia -ni el autor ni el director la pretenden- en el hilo del relato, donde las medidas palabras de Pinter (la adaptación de Eduardo Mendoza es brillante) son solo la punta del iceberg de su pensamiento y su intención; pero no importa, aunque provoque en cierta manera el distanciamiento del público. No es tampoco un texto sencillo ni directo, pero Pinter sabe hacer llegar su sombrío mensaje, esa sensación de terror, indefensión y sometimiento.

En ese tono grotesco se alza el espectáculo conducido con habilidad por Gas y que se desenvuelve en una correcta clave de comedia. En ella se inscribe el trabajo de los actores (todos los personajes son de una sola sílaba en su pronunciación), entre los que destaca el turbador e impenetrable Gibbs de Tristán Ulloa, el bufonesco Lush de Jorge Usón y el sufrido Lamb de Carlos Martos.  
    

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