«Como si pasara un tren»


¡Qué poco hace falta para hacer buen teatro! Es algo que se hace más patente en tiempos de grandes superproducciones, de escenografías gigantes e impresionantes despliegues técnicos. Pero para convencer, emocionar y conquistar a un puñado de espectadores bastan una buena historia y unos buenos actores. No hace falta nada más.

Y «Como si pasara un tren» tiene esos dos ingredientes. La argentina  Lorena Romanín es la autora de esta función sencilla, mínima, un «trocito de vida», como la han calificado. Cuenta la historia simple y cotidiana de una mujer, Susana, y de su hijo, Juan Ignacio. Tiene cerca de veinte años, pero padece un retraso madurativo y piensa y se comporta como un niño de cinco años; la madre le ha tenido que cuidar sola, porque el padre les abandonó nada más nacer. La tranquila monotonía de madre e hijo se ve rota cuando llega a la casa Valeria, sobrina de Susana; la ha enviado su madre al pueblo porque la encontró un porro en un cajón. Su llegada revolucionará la existencia la rutinaria vida de su tía y su primo.

Es una anécdota simple, una historia sin más recorrido, pero la virtud de Lorena Romanín es abrir la ventana sobre esa historia, dejar que respire, que llegue sin adornar ni contaminar a los espectadores. Se la presenta con la cara lavada, sin maquillaje, sin oscuridades, mediante diálogos vivos, cálidos, y con personajes llenos de humanidad, vecinos del patio de butacas. Son personajes que viven conflictos cotidianos. No es una obra cómoda (ni una comedia, aunque la sonrisa acompañe muchas escenas); nunca lo es, cuando el escenario se convierte en un espejo en el que los espectadores se ven de alguna manera reflejados. Y aquí es fácil que nos reconozcamos en la tristeza de Susana, en la impaciencia de Valeria, en la cerrazón de su madre (a quien conocemos por las conversaciones telefónicas), o incluso en la inocencia de Juan Ignacio.

Una historia tan verdadera necesitaba interpretaciones llenas de verdad, y Adriana Roffi, la directora, cuenta con tres actores sencillamente comprometidos, que convierten el escenario en el salón de una casa cualquiera. María Morales (que a mi entender parece demasiado joven para el papel) encarna a la sufridora madre con contención y camina extraordinariamente por la cuerda floja entre tragedia y comedia a que le obliga su personaje. Marina Salas es una actriz que enamora (lo he dicho más de una vez) por su naturalidad, su expresividad y la poderosa atracción de su mirada poliédrica. Y Carlos Guerrero, debutante, otorga ternura y fisicidad a su personaje. La dirección de Adriana Roffi facilita la cotidianeidad de la función y busca la sencillez, demasiada a mi entender, hasta convertirse en seca, especialmente en las transiciones, que la directora resuelve sin música (como es costumbre en Argentina). Pero esto no desmerece una función llena de pulso y gratamente emocionante, que ha hecho un inusual y gratificante viaje desde La trastienda hasta la sala pequeña del Teatro Español, pasando por el off del Lara.



   

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