Agosto (Condado de Osage)


La primera noticia que tuve de «Agosto (Condado de Osage)», de Tracy Letts, fue a través de Norma Aleandro. Hablaba con ella sobre «El hijo de la novia» a propósito de una promoción de ABC y al preguntarle qué estaba haciendo me respondió que estaba ensayando una obra que le tenía fascinada, y que era la mejor función teatral que había hecho en años. Que una de las actrices más importantes de nuestros días diga algo así es como para interesarse por ella. Y es que desde su estreno en Nueva York, hace cuatro años, esta obra se ha convertido en uno de los más deslumbrantes fenómenos de la escena internacional. Supe más adelante que Lola Herrera tenía los derechos de la obra (o estaba detrás de ellos), pero el proyecto no salió adelante; en Barcelona, Sergi Belbel la estrenó en catalán en el Teatre Nacional de Catalunya. Finalmente, ha sido Gerardo Vera quien la ha puesto en pie, como despedida suya al frente del Centro Dramático Nacional.
Tuve el martes la oportunidad de ver el ensayo general de esta producción, que estoy seguro de que será un importante jalón dentro de la historia de nuestra escena. «Agosto (Condado de Osage)» es sin lugar a dudas uno de los más grandes textos del teatro contemporáneo. Posee pulso, tensión, humor, vitriolo, poesía, dolor, calor... Sus personajes están arrancados de la tierra; tienen carne, sangre y, sobre todo, un corazón que late con fuerza en todas sus palabras y en todas sus acciones. La historia que cuenta Tracy Letts no es, en principio, nada original: se trata de una familia que se reúne con motivo de la muerte de uno de sus miembros; tampoco es nuevo el desarrollo, con las miserias y los secretos de sus miembros saliendo a la luz y convirtiéndose en reproches y peleas generacionales. Hay, naturalmente, giros insospechados, sorpresas que van trufando la intrahistoria de esta familia, que es en el fondo el símbolo de una sociedad decadente. El mérito de Letts es que desde la primera escena (un prólogo en el que se presenta y se despide al tiempo al patriarca de la familia) consigue atrapar con el lazo de sus palabras al espectador, al que después va acercando poco a poco hasta su historia hasta darse de bruces con ella. Es imposible no sentirse absolutamente fascinado. Especialmente por la violencia y la profunda teatralidad de la escena final del primer acto, una cena que es casi una competición de dardos verbales; o las escenas últimas, donde afloran los secretos inconfesados y donde, como en la «Sinfonía de los adioses», los personajes van abandonando a la madre hasta que esta queda en soledad y llora impotente: «¡Ya no estáis, ya no estáis, ya no estáis!»
Gerardo Vera ha seguido ese tantas veces acertado lema de que la mejor dirección es la que no se nota. Los hilos con los que mueve a sus personajes son invisibles, y son ellos quienes se mueven en escena encarnados por un reparto tan compacto como brillante. Después de doce años, Amparo Baró ha vuelto a los escenarios para brindar uno de los mejores trabajos de su vida, si no el mejor. Sola o en compañía de Carmen Machi -otra actriz monumental, gigantesca, de colores incontables-, su interpretación es antológica. Violet Weston, una mujer agria y sinuosamente malvada, se beneficia del talento de esta actriz que no necesita de focos para brillar en escena. Son las dos puntas de lanza de un reparto donde Irene Escolar sube otro escalón (o tres o cuatro de golpe) en su cada vez admirable carrera; su Jean (el personaje tiene 14 años) está servido con inocencia y sensualidad a partes iguales, e Irene lo hace pasear en ese filo con absoluta convicción. También dignas de mención son la solidez de Antonio Gil, la airada contención de Alicia Borrachero o la callada discreción de Marina Seresesky.
No me cabe duda, repito, de que el estreno de «Agosto» no va a ser solo uno de los acontecimientos del año, sino que pasará a la historia de la escena española como una de esas funciones irrepetibles e inolvidables. Si podéis, no os lo perdáis. No os asusten las casi cuatro horas de representación. Ni se notan...

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