«Nathalie X», «Héroes» y «Pedro y el capitán»




Voy retrasado con los comentarios. Tengo en el tintero mis impresiones sobre varias obras -«La mentira», «El test», «Cartas de amor», «Serlo o no», «El perro del hortelano»...-, y voy a agrupar en esta entrada tres montajes de los que no quiero dejar de hablar, aunque alguno ya no esté en cartel en Madrid. Son tres piezas muy diferentes entre sí, tres propuestas distintas, tanto por pretensiones como por intenciones. La primera es «Nathalie X», una obra del dramaturgo belga Philippe Blasband, que se ha ofrecido bajo la dirección de Carlos Martín, y con Cristina Higueras y Mireia Pámies. Es una obra con un planteamiento singular: una célebre cantante de ópera contrata a una prostituta de lujo para que seduzca a su exmarido; quiere, además, que le cuente con todo lujo de detalles. Texto de alto voltaje sexual, crudo y explícito, Carlos Martín sabe suavizarlo con un montaje elegante, sofisticado incluso, en el que la actitud y las maneras de las dos protagonistas ahogan el efecto de sus palabras. 

Es un montaje pretendidamente sencillo, que lo fia todo al texto y a la interpretación (con un elemento atmosféricamente turbador, que es el violonchelo en directo de Marina Barba); Cristina Higueras exhibe su habitual clase en un personaje al tiempo enigmático y profundamente enamorado, mientras que Mireia Pàmies llena de energía y de luz su papel de prostituta, y dibuja con exactitud la evolución del personaje, desde la vulgaridad y el desinterés a su elevación. 



Apenas unos días antes del estreno en el teatro Reina Victoria de «Héroes», su directora, Tamzin Townsend, me confesaba estar feliz con esta pieza del autor francés Gérald Sibleyras (que en Gran Bretaña versionó el mismísimo Tom Stoppard); tanto por el texto, una comedia llena de ternura y un humor tan blanco como fino, como por el proceso de creación del espectáculo junto a tres primeros espadas de nuestro teatro: Luis Varela, Iñaki Miramón y Juan Gea. Los protagonistas de «Héroes» son tres militares retirados, cada uno de ellos con una tara (uno es un lisiado, otro sufre de agoragobia, y al tercero un pedazo de metralla que sigue en su cerebro le provoca repentinos desmayos). Son los tres personajes entrañables, tres hombres en el ocaso de sus vidas que no tienen más distracción que pasar las tardes en el jardín de la residencia en la que habitan y planear una escapada del centro. No hay sobresaltos en la función, tampoco grandes tramas; el espectador, simplemente, se sienta para sonreír (y alguna vez reír a carcajadas) con las peripecias y las ocurrencias, un tanto patéticas, de los tres militares. Los tres actores suenan afinados en un trabajo cercano, llevados de la mano por Tamzin Townsend, que no ha buscado más que dejar hablar a los personajes; a los que rodea, eso sí, con una recargada y sorprendentemente fea (no es para nada habitual en él) escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda. 


Nada tiene que ver ninguna de las dos funciones anteriores con «Pedro y el Capitán», una terrible historia de tortura con el sello de su autor, Mario Benedetti. Una sala de interrogatorios es el escenario en el que se desarrolla el diálogo entre el capitán y el detenido. La función es, como el texto, tensa, violenta, perturbadora y claustrofóbica y se va desarrollando en una inesperada situación que convierte en víctimas a los verdugos y muestra las miserias que esconden los seres humanos, incluso los que parece que tienen el poder en las manos. Es, igualmente, un canto a la libertad y a la fuerza que ésta concede. El trabajo que realizan tanto José Emilio Vera como Antonio Aguilar -dirigidos por Blanca Vega y Tomás  P. Sznaiderman-es extraordinario, aun haciéndolo lastrados por un forzado acento que, a mi entender, no aporta nada a la función. En el caso de Antonio, el problema se agudiza al añadir al acento los problemas de habla que las palizas le provocan, y algunas de las hermosas palabras de Benedetti se pierden.

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