«Tierra del fuego», dirigida por Claudio Tolcachir


Mañana domingo concluye sus funciones en las Naves del Español «Tierra del fuego», la obra que ha supuesto la vuelta a la escena española de Claudio Tolcachir. Creador en Buenos Aires de Timbre 4, una experiencia que ha sido un indiscutible faro también en nuestro escenarios, Tolcachir es un director poderoso y carismático, que escribe sus trabajos con una letra tan firme y clara como discreta.

Los montajes de Tolcachir -y «Tierra del fuego» no es una excepción- destilan naturalidad. Pareciera que no hay director detrás de las acciones de los actores, de sus palabras y sus tonos, que no existe otra manera de contar la historia. Pero eso no se consigue arrojando a los intérpretes al escenario y dejándoles hacer. Hace falta un trabajo minucioso y concienzudo y un poder de seducción que es, junto con su notabilísimo talento, uno de los secretos del éxito de Tolcachir.

Claudio, me consta, se enamora de sus actores con la misma pasión con que ellos se enamoran de él y, así, consigue su absoluta dedicación. Los convierte, más que en sus cómplices o sus instrumentos, en los creadores del montaje

Es, además, un director comprometido con sus historias, siempre conmovedoras y contagiosas, siempre profundamente humanas porque es el ser humano, al fin y al cabo, el que las cuenta y el que las recibe; cualquier ser humano. Perogrullo diria que claro, que así es siempre, pero no todos los dramaturgos ni todos los directores se expresan con tanta generosidad.

«Tierra del fuego» es una obra del periodista argentino Mario Diament basada en un hecho real: la reunión de una azafata israelí con el terrorista -encarcelado- que perpetró veintidós años atrás un atentado en el que a punto estuvo de morir y en el que sí murió su mejor amiga. El planteamiento es ciertamente muy atractivo, como también las intenciones del autor, que Tolcachir ha hecho suyas: «la necesidad de escuchar la historia del otro, del enemigo, como condición necesaria para iniciar un diálogo». Algo que se me antoja tan imprescindible como poco practicado en nuestro mundo.

La necesidad de comprender las razones del otro, el convencimiento de que ni la culpabilidad ni la inocencia son absolutas, está detrás de esta pieza, que aborda con sensibilidad y tiento cuestiones muy vidriosas, que camina sobre una cuerda floja de la que es muy fácil caerse. Diament no es Dios, no tiene tampoco la respuesta correcta, y en algún momento la balanza se desequilibra, pero plantea la cuestión con honestidad; no se sitúa, además, en la tan cacareada y falsa «equidistancia». Su texto es claro, con una inteligente estructura de historias cruzadas, vertebradas todas ellas en torno a la antigua azafata, ahora activista en organizaciones por la paz.

Pero es Claudio Tolcachir quien consigue, con un montaje tan desnudo como eficaz en sus acciones, que esa historia de conciencias se convierta en una magnífica pieza de teatro, con la valiosísima colaboración de unos actores totalmente convencidos de lo que están haciendo: Alicia Borrachero (espléndida, aunque para mi gusto, un punto adusta), Tristán Ulloa. Abdelatif Hwidar, Juan Calot, Malena Gutierrez y Hamid Krimh- totalmente convencidos de lo que están haciendo. 



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