«Misántropo», de Miguel del Arco

En muy pocos años, Miguel del Arco ha logrado imprimir a sus trabajos un sello propio, de tal modo que él, mucho más que el título o los intérpretes, se ha convertido en el principal reclamo de sus montajes: «Voy a ver la de Miguel del Arco». En consecuencia, sus estrenos despiertan una gran expectación, y como ejemplo el de «Misántropo» en el teatro Español el pasado miércoles, con la mayor concentración de actores por metro cuadrado que yo recuerdo haber visto últimamente sobre un patio de butacas. Imagino que si Miguel del Arco abriera una oficina de contratación para sus montajes, la cola sería interminable.

Miguel del Arco se merece esta atención y este reconocimiento, porque es un director-autor con una singular maestría para escarbar en los textos clásicos para llegar a su tuétano y extraer su esencia, rebañando hasta la última fibra de su carne; de forma que ahorra a los espectadores la ingrata labor de quitarle las espinas al pescado, y pueden así masticar y saborearlos sin incómodos obstáculos. Es capaz Miguel, también, de hacer suyos, y por añadidura del público, los textos y las ideas que de él rezuman.

Eso le ocurre a «Misántropo», una «versión libre», como él mismo la define, del texto de Molière, y que ha llegado a Madrid en medio de enormes expectativas, críticas elogiosas tras su paso por distintas ciudades, y la esperanza de ser el maná en el panorama teatral madrileño actual (que a mí no me parece tan gris como algunos dicen). Y «Misántropo» es, por encima de todo, una soberbia función de teatro, de las más redondas y completas que yo he visto últimamente.

Dicho ésto, antes de alabar sus numerosísimas virtudes (seguro que se me escapará alguna) y de que me acusen de estar incondicionalmente entregado a la causa, pondré dos mínimos peros a la función: en ocasiones, encuentro el discurso de los personajes un tanto grandilocuente; aun pasado por la batidora, se trata de un Molière, sí, pero a mí me chirriaron levemente ciertos diálogos. Y encontré también, al personaje de Alcestes (¡qué extraordinario trabajo el de Israel Elejalde!) demasiado bueno, por decirlo de alguna manera; no le encontré ninguna quiebra, y todos las tenemos.

Son, sin embargo, dos pegas (absolutamente personales) que no oscurecen una función luminosa, clarificadora, sacudidora, divertida e inquietante: todo lo que se le debe pedir a una buena pieza de teatro. Miguel del Arco sitúa la acción en el patio trasero de una casa en la que se celebra una fiesta; en ella todos son caras amables y actitudes condescendientes, y en ese patio se descargan tensiones y se liberan verdades escondidas, en su mayoría llenas de crueldad y acritud. Miguel maneja los tiempos y el ritmo con maestría, y condimenta el guiso con innumerables detalles amparado en la música de Arnau Vilá y las luces de Juanjo Llorens. Con ellas viste un conflicto que tiene la búsqueda de la verdad como médula espinal; una verdad que duele, araña, golpea y rompe, por la que hay que pagar un precio que nadie -solo Alcestes- está dispuesto a pagar, y que no es otro que la soledad y el aislamiento.

Tiene Miguel del Arco otra virtud como director, y es la de conocer perfectamente el material humano que ha de moldear para poner en pie su función: los actores. Me gusta especialmente esta troupe que creó con «La función por hacer» y a la que sigue fiel: los kamikazes los llama, en referencia al nombre de la productora que creó junto a su alter ego Aitor Tejada. Miguel los conoce y los quiere. Mucho. Y los personajes parecen cosidos a los actores, de tal manera que es difícil deslindar sus personalidades. Israel Elejalde, Bárbara Lennie, Miriam Montilla, Manuela Paso, Raúl Prieto y Cristóbal Suárez son -se ha sumado en esta ocasión José Luis Martínez- esos kamikazes que se han lanzado sin freno hacia sus personajes. Es difícil destacar a uno sobre otro, pero me quedo con el difícil y oscuro tránsito de Raúl Prieto y el amargo tintinear de Bárbara Lennie.

Creo que está de más decirlo, pero me parece una función imprescindible para todo aquél a quien le guste el teatro, y un espectáculo que convendría que nadie se perdiera.

 La foto es de Eduardo Moreno

Comentarios

  1. Es fácil defraudar cuando las expectativas están tan altas, pero si el teatro de Miguel del Arco funciona creo que no es tanto por su excelencia artística, sino por una cualidad del buen teatro que podríamos definir como 'sacudida'. El TEATRO tiene que 'tocar' al espectador y nada mejor que hablar de las miserias de nosotros mismos para que algo nos haga recapacitar sobre nosotros mismos. Larga vida a los Kamikazes...

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