La casa de la portera
La Casa de la Portera ha logrado, en apenas año y medio, situarse entre los espacios más populares del panorama teatral madrileño, en el que la crisis ha obligado a agudizar el ingenio. Fórmulas probadas ya con éxito en otras ciudades como Buenos Aires empiezan a implantarse en nuestra ciudad, y La Casa de la Portera es una de ellas. Situada en el bajo de un inmueble de la calle Abades, en el barrio de La Latina, la casa fue un tiempo, efectivamente, la vivienda de la portera. José Martret y Alberto Puraenvidia decidieron acondicionarla y transformarla en espacio teatral. Apenas veinticinco personas pueden acudir a cada representación, y hay funciones todos los días; algunas utilizan las dos estancias principales de la vivienda, y en alguna obra se ha llegado a usar incluso el cuarto de baño, con los espectadores acomodados (más o menos) en la bañera. «Ivan-off» -adaptación del texto de Chéjov realizada por Martret- fue su primer montaje, y permanece como emblema de lo que quiere ser este espacio.
En este mes de julio, La Casa de la Portera incluye otro piezas en su programación: «El amante», de Harold Pinter, con versión y dirección de Susana Gómez; «Lo único que necesita una gran actriz es una gran obra y las ganas de triunfar», un texto de Damián Cervantes basado en «Las criadas», de Genet; «La antesala», de Margarita Sánchez, con dirección de Inés Piñolé; «Animal», escrita y dirigida por Rubén Ochandiano; «Cerda», escrita y dirigida por Juan Mairena; «Elepé», con texto y dirección de Carlos Be; «Un pasado en venta», de Marta Fernández Muro, protagonizada por ella misma; «La visita», escrita y dirigida por Antonio Muñoz de Mesa; y «Peceras», de Carlos Be.
He tenido ocasión de asistir a los ensayos finales de «Animal» y «Cerdas». El clima de intimidad y cercanía que se logra en La Casa de la Portera, con los actores actuando junto a los espectadores, se acrecienta en los ensayos, a veces casi hasta la incomodidad; uno se siente en ocasiones un intruso, un insolente voyeur. Las dos obras son muy diferentes entre sí. En la primera -el primer texto de Rubén Ochandiano-, un hecho terrible desencadena la historia, oscura, amarga, en la que los personajes tratan de evitar ahogarse en su propia angustia y en su propio dolor.
En «Cerda» ha debutado como ayudante de dirección mi sobrino Pablo, al que le ha picado con fuerza el veneno del teatro. La obra, escrita y dirigida por Juan Mairena, transcurre en un singular convento, y es una obra irreverente, atrevida, punzante, con un agudo sentido del humor. La historia es disparatada, con muchas gotas de surrealismo, desde la propia elección de su protagonista, Dolly, que encarna a la madre superiora.
En este mes de julio, La Casa de la Portera incluye otro piezas en su programación: «El amante», de Harold Pinter, con versión y dirección de Susana Gómez; «Lo único que necesita una gran actriz es una gran obra y las ganas de triunfar», un texto de Damián Cervantes basado en «Las criadas», de Genet; «La antesala», de Margarita Sánchez, con dirección de Inés Piñolé; «Animal», escrita y dirigida por Rubén Ochandiano; «Cerda», escrita y dirigida por Juan Mairena; «Elepé», con texto y dirección de Carlos Be; «Un pasado en venta», de Marta Fernández Muro, protagonizada por ella misma; «La visita», escrita y dirigida por Antonio Muñoz de Mesa; y «Peceras», de Carlos Be.
He tenido ocasión de asistir a los ensayos finales de «Animal» y «Cerdas». El clima de intimidad y cercanía que se logra en La Casa de la Portera, con los actores actuando junto a los espectadores, se acrecienta en los ensayos, a veces casi hasta la incomodidad; uno se siente en ocasiones un intruso, un insolente voyeur. Las dos obras son muy diferentes entre sí. En la primera -el primer texto de Rubén Ochandiano-, un hecho terrible desencadena la historia, oscura, amarga, en la que los personajes tratan de evitar ahogarse en su propia angustia y en su propio dolor.
En «Cerda» ha debutado como ayudante de dirección mi sobrino Pablo, al que le ha picado con fuerza el veneno del teatro. La obra, escrita y dirigida por Juan Mairena, transcurre en un singular convento, y es una obra irreverente, atrevida, punzante, con un agudo sentido del humor. La historia es disparatada, con muchas gotas de surrealismo, desde la propia elección de su protagonista, Dolly, que encarna a la madre superiora.
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