Tamara Rojo
Yo he bailado con Tamara Rojo. Lo hice en una Nochevieja en un restaurante de Covent Garden, en Londres. Acababan de sonar las campanadas que dieron la bienvenida a 1998, y en aquel lugar, barroco y azulado, estábamos Tamara, sus padres (Pablo y Sara), Ricardo Cué y yo pasando la Nochevieja. Era, si no recuerdo mal, el primer año de Tamara en Londres, adonde había llegado para bailar en las filas del English National Ballet. Tras las uvas -pudimos tomarlas porque eran parte del postre del menú y las reservamos con la mirada incrédula del camarero- empezó la música y bailé un par de piezas con Tamara Rojo.
Me he acordado de ese Año Nuevo ahora que Tamara ha sido nombrada directora del English National Ballet, un puesto en el que seguro que demostrará su inteligencia, su tesón, su capacidad de trabajo y su talento; son cualidades que le han acompañado a lo largo de su carrera como bailarina, que no piensa abandonar. De las decenas de bailarines que he conocido a lo largo de mis años de crítico, Tamara es probablemente una de las que se ha dedicado a su profesión con más constancia y ganas de crecer. Es una mujer perfeccionista e inconformista, una artista inquieta, devoradora de experiencias, de ideas claras y convicciones firmes. También una mujer que se emociona contando que ha coincidido en una cena con Luciano Pavarotti, que vive con ilusión hacerse una foto en el camerino con Enrique del Pozo, porque «cuando era una niña era fan de Enrique y Ana», o que sabe divertirse bailando salsa en una discoteca hasta las tantas después de una gala (que ya son ganas de bailar).
Tamara es una bailarina superlativa, que siempre ha tenido como meta ser la mejor, y eso le ha hecho estar en constante crecimiento, tanto físico como artístico. Lee, escribe, asiste a ballets, conciertos, óperas, obras de teatro, visita exposiciones... «Eso es el arte -me dijo en una ocasión-, esa constante investigación y búsqueda de la verdad, de la belleza, de la espiritualidad, de la naturaleza... En la danza es más dramático porque tenemos un límite físico de tiempo. Nuestra muerte está más cercana y la vemos, y por eso se crean unas pasiones mayores». Y seguía: «si eres un inculto y una persona poco interesante, no sirve de nada tener un cuerpo precioso. En el fondo, yo cuido el cuerpo para que me sirva como instrumento para desvelar mi alma, que es lo que me hace crecer. Lo que me interesa es mi cerebro y mi alma».
He tenido la suerte de ver bailar a menudo a Tamara Rojo, desde sus inicios con Víctor Ullate, y también de compartir con ella muchos momentos fuera de escena. Mi primer recuerdo me lleva a Spoletto, en Italia, donde participó en el verano de 1995 en una gala junto a otros artistas españoles como Lucía Lacarra o Joaquín Cortés. Bailó junto al cubano Jon Boada un «Cisne negro» absolutamente admirable, y allí nos conocimos. Ella había visto, las navidades anteriores, el «Cascanueces» que montó Fernando Bujones y en el que participé, y me hizo ilusión (ahora es incluso mayor) tenerla como seguidora. En una lluviosa noche de primavera de 1997 vi con ella «Master class», la obra de Terrence McNally, en el Queen's Theatre de Londres, con Patti LuPone como protagonista. Hemos comido y cenado en varias ocasiones e incluso guardo con cariño un retrato que me hizo en una servilleta... Y, además, hemos sido durante unos años vecinos en la calle Andrés Mellado de Madrid, portal con portal.
Me alegro de este nuevo paso en su carrera, y le deseo, como no podía ser de otra manera, toda la suerte del mundo.
Me he acordado de ese Año Nuevo ahora que Tamara ha sido nombrada directora del English National Ballet, un puesto en el que seguro que demostrará su inteligencia, su tesón, su capacidad de trabajo y su talento; son cualidades que le han acompañado a lo largo de su carrera como bailarina, que no piensa abandonar. De las decenas de bailarines que he conocido a lo largo de mis años de crítico, Tamara es probablemente una de las que se ha dedicado a su profesión con más constancia y ganas de crecer. Es una mujer perfeccionista e inconformista, una artista inquieta, devoradora de experiencias, de ideas claras y convicciones firmes. También una mujer que se emociona contando que ha coincidido en una cena con Luciano Pavarotti, que vive con ilusión hacerse una foto en el camerino con Enrique del Pozo, porque «cuando era una niña era fan de Enrique y Ana», o que sabe divertirse bailando salsa en una discoteca hasta las tantas después de una gala (que ya son ganas de bailar).
Tamara es una bailarina superlativa, que siempre ha tenido como meta ser la mejor, y eso le ha hecho estar en constante crecimiento, tanto físico como artístico. Lee, escribe, asiste a ballets, conciertos, óperas, obras de teatro, visita exposiciones... «Eso es el arte -me dijo en una ocasión-, esa constante investigación y búsqueda de la verdad, de la belleza, de la espiritualidad, de la naturaleza... En la danza es más dramático porque tenemos un límite físico de tiempo. Nuestra muerte está más cercana y la vemos, y por eso se crean unas pasiones mayores». Y seguía: «si eres un inculto y una persona poco interesante, no sirve de nada tener un cuerpo precioso. En el fondo, yo cuido el cuerpo para que me sirva como instrumento para desvelar mi alma, que es lo que me hace crecer. Lo que me interesa es mi cerebro y mi alma».
He tenido la suerte de ver bailar a menudo a Tamara Rojo, desde sus inicios con Víctor Ullate, y también de compartir con ella muchos momentos fuera de escena. Mi primer recuerdo me lleva a Spoletto, en Italia, donde participó en el verano de 1995 en una gala junto a otros artistas españoles como Lucía Lacarra o Joaquín Cortés. Bailó junto al cubano Jon Boada un «Cisne negro» absolutamente admirable, y allí nos conocimos. Ella había visto, las navidades anteriores, el «Cascanueces» que montó Fernando Bujones y en el que participé, y me hizo ilusión (ahora es incluso mayor) tenerla como seguidora. En una lluviosa noche de primavera de 1997 vi con ella «Master class», la obra de Terrence McNally, en el Queen's Theatre de Londres, con Patti LuPone como protagonista. Hemos comido y cenado en varias ocasiones e incluso guardo con cariño un retrato que me hizo en una servilleta... Y, además, hemos sido durante unos años vecinos en la calle Andrés Mellado de Madrid, portal con portal.
Me alegro de este nuevo paso en su carrera, y le deseo, como no podía ser de otra manera, toda la suerte del mundo.
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