Musicales en Madrid
Me anima mi sobrino Pablo -y me alegro, porque tengo el blog totalmente desatendido, por lo que os pido disculpas-, a escribir sobre los musicales que han abierto sus puertas en este arranque de temporada. Falta todavía el más esperado, «El Rey León», y la vuelta de «Chicago» en noviembre, pero no me parece mala idea reunir en una entrada mis impresiones sobre las tres funciones que he visto: «Shrek», «Más de cien mentiras» y «Hair». De las dos primeras ya he dado cuenta en ABC; la crítica de la tercera saldrá en breve.
Que Madrid cuente con cuatro (pronto serán cinco) musicales de gran formato al mismo tiempo es signo de que el género ha encontrado acomodo en la cartelera y, por tanto, en el gusto de los espectadores; por eso los productores apuestan por él incluso en estos tiempos de obligados ahorros y restricciones. Significa igualmente que se están haciendo bien las cosas (en líneas generales, claro), porque de otra manera el público daría la espalda.
No nos engañemos: Madrid sigue teatralmente a mucha distancia de Londres o Nueva York (con las que siempre buscamos comparación), pero por delante de capitales como Roma o París, dos indiscutibles referentes. El Ayuntamiento y la Comunidad son conscientes de la importancia que tiene el teatro tanto desde el punto de vista cultural como turístico (especialmente, en este aspecto, los grandes musicales) y lo apoyan decididamente (en el caso del Consistorio hasta niveles exagerados, porque la exposición dedicada a «El Rey León» en un espacio público y la iluminación de Cibeles con sus colores me parece totalmente excesiva). Pero en fin, más vale pecar por exceso (aunque debería ser de forma equilibrada) que por defecto.
Y vamos ya con el comentario a los tres musicales citados: «Shrek», «Más de 100 mentiras» y «Hair». El primero, y siento decirlo, me ha parecido el más flojo. Vi hace algo más de dos años el musical en el Broadway Theater de Nueva York y me pareció una producción soberbia de una obra más bien floja -con dos o tres canciones de mérito-, donde la escenografía, los efectos especiales y los números coreográficos eran casi su única razón de ser. Los condicionantes de la muy voluntariosa producción española hacen que sea, en líneas generales, una pálida copia del original. Me duele porque el esfuerzo artístico y económico es evidente y la ilusión de sus intérpretes desbordante. Pero es un espectáculo decepcionante, con una dirección desdibujada y poco detallista. De todos modos, ojalá el público no piense lo mismo que yo y llene el teatro todos los días.
A «Más de cien mentiras» acudí con cierta prevención, lo reconozco. No figura Joaquín Sabina entre mis gustos musicales, y los precedentes de la productora Drive -«Hoy no me puedo levantar», «Enamorados anónimos» y «Los cuarenta principales»- eran poco estimulantes. Pero me encontré con un musical muy serio, en el que la historia era un esqueleto firme para personajes de carne y hueso, con corazón y verdad. Que se les haya caído el bote de Mimosín en el final de la obra no empaña el trabajo cuidado de los guionistas, encabezados por David Serrano. Me dicen que después del estreno siguen perfilando cosas para afinar más un montaje muy bien hecho en líneas generales. A mi juicio, sobran números musicales que no hacen más que alargar en exceso la historia. Veinte minutos menos le vendrían bien al espectáculo, que se beneficiaría también de una dirección más cuidada en algunas escenas -especialmente las coreografiadas-: no siempre tiene que llenarse la escena de bailarines, máxime cuando el escenario del Rialto no tiene ni de lejos las dimensiones deseables. Me gusta mucho, pero mucho, el trabajo de los tres protagonistas, Guadalupe Lancho, Juan Pablo di Pace y Álex Barahona. Al magnífico Víctor Massán le han dibujado un personaje a medio camino entre el Colate de «Hoy no me puedo levantar» y el maestro de ceremonias de «Cabaret», y Diego Paris, Manitas, sale directamente del musical de Mecano sin que el personaje que allí encarnaba haya variado un ápice; es un gracioso pero a mí, sinceramente, no me hace gracia. Las canciones, por su parte, están muy bien arregladas, suenan teatrales y, salvo mínimas excepciones, están incluidas con tino dentro de la trama y de la historia.
Y le llega el turno a «Hair», uno de los títulos legendarios del teatro musical. Su estreno a finales de los años sesenta supuso una auténtica revolución en Broadway hasta alcanzar niveles de escándalo. La película que dirigió en 1977 Milos Forman popularizó aquella obra de hippies en el entorno de la guerra de Vietnam con un puñado de magníficas y potentes canciones. El montaje que se ha estrenado en el Coliseum vio la luz la pasada temporada en Barcelona, con un reparto lleno de novedades. Me habían llegado muy malas opiniones de esa producción, así que fui al teatro con escasa ilusión. Pero conforme avanzaba la primera parte de la función mis sentimientos iban cambiando, y en el descanso estaba satisfecho y entretenido. Otra cosa es la segunda parte, con una interminable escena de la alucinación de uno de los protagonistas que lastra mucho el espectáculo. Y matizo: no me parece un espectáculo redondo, ni mucho menos. Creo equivocada la visión «arqueológica» del musical, porque lo hace superficial, lejano y pasado de moda. El vestuario y las pelucas abaratan, a mi gusto, el espectáculo. No digo yo que la acción se sitúe en la Puerta del Sol en el 15-M, pero sí creo que una estilización de la imagen y una cierta descontextualización acercaría al público a la historia.
Hay mucha energía y una entrega admirable en todos los intérpretes, en un montaje que les exige un gran esfuerzo y un diálogo constante con el público, y peleando con un sonido sinceramente mejorable. Las coreografías están muy bien integradas en la acción, y hay mucho talento en escena: Eva Cortés, su hermano Momo, Joan Vázquez, María Virumbrales, Lourdes Zamalloa... Lucía Jiménez, el rostro más popular del reparto, aporta una luz especial a la tribu y canta más que correctamente -su dicción e intención son impecables y de ella tendrían que aprender cantantes con mucha mejor voz-, aunque posiblemente «Qué sencillo es» («Easy to be hard») le venga algo grande.
Que Madrid cuente con cuatro (pronto serán cinco) musicales de gran formato al mismo tiempo es signo de que el género ha encontrado acomodo en la cartelera y, por tanto, en el gusto de los espectadores; por eso los productores apuestan por él incluso en estos tiempos de obligados ahorros y restricciones. Significa igualmente que se están haciendo bien las cosas (en líneas generales, claro), porque de otra manera el público daría la espalda.
No nos engañemos: Madrid sigue teatralmente a mucha distancia de Londres o Nueva York (con las que siempre buscamos comparación), pero por delante de capitales como Roma o París, dos indiscutibles referentes. El Ayuntamiento y la Comunidad son conscientes de la importancia que tiene el teatro tanto desde el punto de vista cultural como turístico (especialmente, en este aspecto, los grandes musicales) y lo apoyan decididamente (en el caso del Consistorio hasta niveles exagerados, porque la exposición dedicada a «El Rey León» en un espacio público y la iluminación de Cibeles con sus colores me parece totalmente excesiva). Pero en fin, más vale pecar por exceso (aunque debería ser de forma equilibrada) que por defecto.
Y vamos ya con el comentario a los tres musicales citados: «Shrek», «Más de 100 mentiras» y «Hair». El primero, y siento decirlo, me ha parecido el más flojo. Vi hace algo más de dos años el musical en el Broadway Theater de Nueva York y me pareció una producción soberbia de una obra más bien floja -con dos o tres canciones de mérito-, donde la escenografía, los efectos especiales y los números coreográficos eran casi su única razón de ser. Los condicionantes de la muy voluntariosa producción española hacen que sea, en líneas generales, una pálida copia del original. Me duele porque el esfuerzo artístico y económico es evidente y la ilusión de sus intérpretes desbordante. Pero es un espectáculo decepcionante, con una dirección desdibujada y poco detallista. De todos modos, ojalá el público no piense lo mismo que yo y llene el teatro todos los días.
A «Más de cien mentiras» acudí con cierta prevención, lo reconozco. No figura Joaquín Sabina entre mis gustos musicales, y los precedentes de la productora Drive -«Hoy no me puedo levantar», «Enamorados anónimos» y «Los cuarenta principales»- eran poco estimulantes. Pero me encontré con un musical muy serio, en el que la historia era un esqueleto firme para personajes de carne y hueso, con corazón y verdad. Que se les haya caído el bote de Mimosín en el final de la obra no empaña el trabajo cuidado de los guionistas, encabezados por David Serrano. Me dicen que después del estreno siguen perfilando cosas para afinar más un montaje muy bien hecho en líneas generales. A mi juicio, sobran números musicales que no hacen más que alargar en exceso la historia. Veinte minutos menos le vendrían bien al espectáculo, que se beneficiaría también de una dirección más cuidada en algunas escenas -especialmente las coreografiadas-: no siempre tiene que llenarse la escena de bailarines, máxime cuando el escenario del Rialto no tiene ni de lejos las dimensiones deseables. Me gusta mucho, pero mucho, el trabajo de los tres protagonistas, Guadalupe Lancho, Juan Pablo di Pace y Álex Barahona. Al magnífico Víctor Massán le han dibujado un personaje a medio camino entre el Colate de «Hoy no me puedo levantar» y el maestro de ceremonias de «Cabaret», y Diego Paris, Manitas, sale directamente del musical de Mecano sin que el personaje que allí encarnaba haya variado un ápice; es un gracioso pero a mí, sinceramente, no me hace gracia. Las canciones, por su parte, están muy bien arregladas, suenan teatrales y, salvo mínimas excepciones, están incluidas con tino dentro de la trama y de la historia.
Y le llega el turno a «Hair», uno de los títulos legendarios del teatro musical. Su estreno a finales de los años sesenta supuso una auténtica revolución en Broadway hasta alcanzar niveles de escándalo. La película que dirigió en 1977 Milos Forman popularizó aquella obra de hippies en el entorno de la guerra de Vietnam con un puñado de magníficas y potentes canciones. El montaje que se ha estrenado en el Coliseum vio la luz la pasada temporada en Barcelona, con un reparto lleno de novedades. Me habían llegado muy malas opiniones de esa producción, así que fui al teatro con escasa ilusión. Pero conforme avanzaba la primera parte de la función mis sentimientos iban cambiando, y en el descanso estaba satisfecho y entretenido. Otra cosa es la segunda parte, con una interminable escena de la alucinación de uno de los protagonistas que lastra mucho el espectáculo. Y matizo: no me parece un espectáculo redondo, ni mucho menos. Creo equivocada la visión «arqueológica» del musical, porque lo hace superficial, lejano y pasado de moda. El vestuario y las pelucas abaratan, a mi gusto, el espectáculo. No digo yo que la acción se sitúe en la Puerta del Sol en el 15-M, pero sí creo que una estilización de la imagen y una cierta descontextualización acercaría al público a la historia.
Hay mucha energía y una entrega admirable en todos los intérpretes, en un montaje que les exige un gran esfuerzo y un diálogo constante con el público, y peleando con un sonido sinceramente mejorable. Las coreografías están muy bien integradas en la acción, y hay mucho talento en escena: Eva Cortés, su hermano Momo, Joan Vázquez, María Virumbrales, Lourdes Zamalloa... Lucía Jiménez, el rostro más popular del reparto, aporta una luz especial a la tribu y canta más que correctamente -su dicción e intención son impecables y de ella tendrían que aprender cantantes con mucha mejor voz-, aunque posiblemente «Qué sencillo es» («Easy to be hard») le venga algo grande.
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