Festival de Mérida
El Festival de Mérida, que presenta el jueves Hécuba, protagonizada por Concha Velasco, se encuentra más o menos en el ecuador de su quincuagésimo novena edición (me niego a decir su cincuenta y nueve edición), y ha puesto ya en varias ocasiones el cartel de "No hay localidades" -algo que, teniendo en cuenta que en el teatro romano caben unas tres mil personas, no está nada mal-. Me alegro mucho por Jesús Cimarro, su director, y por el propio certamen, que había vivido en los últimos años con más de una zozobra.
Desde 1986, año en el que fui por primera vez al festival, he fallado muy pocos años. No le he guardado la implacable fidelidad de mi querida Rosana Torres, una presencia insustituible en el certamen, pero en casi todas las ediciones me he acercado a la localidad extremeña (incluso el pasado año, todavía convaleciente, fui para ver Anfitrión, dirigida por mi amigo Juan Carlos Pérez de la Fuente). El primer espectáculo que vi fue al entonces Ballet Nacional Clásico (hoy la Compañía Nacional de Danza), que dirigía María de Ávila, aunque no recuerdo el programa. Al día siguiente, en el Anfiteatro (creo que se utilizó este espacio por última vez hace tres ediciones), pude ver Antígona, en la versión de Salvador Espriú, dirigida por Joan Ollé e interpretada por Silvia Munt, Nuria Gallardo y (¡gracias, hemeroteca!) Carles Sales y Ramón Teixidor. Guardo un recuerdo muy preciso de mi visita, después de la función, a los camerinos, donde entrevisté a Silvia Munt (hoy no se me ocurriría hacerlo en ese difícil momento) y conocí a la maravillosa Nuria Gallardo, a la que recuerdo eufórica. José Monleón dirigía por aquella época el festival. Desde entonces han pasado por allí varios directores: Manuel Canseco, Paco Suárez, Jorge Márquez y Blanca Portillo, entre otros.
Tengo en la memoria muchos momentos extraordinarios de mi paso por Mérida. Allí vi, junto a mi admirado Marcos Ordóñez, la versión de Golfus de Roma que dirigió Mario Gas, y en la que estaban (aquí no me hace falta la hemeroteca) José María Pou, Javier Gurruchaga, Vicky Peña y Gabino Diego, entre otros; la primera actuación en España de la compañía de Martha Graham tras la muerte de su creadora; vi a una impresionante Nuria Espert interpretando fragmentos de Medea, a Lola Greco bailando una desgarradora Fedra, dirigida por Miguel Narros; recuerdo también la Fedra de Ana Belén, la Medea de Blanca Portillo, el Yo, Claudio de Héctor Alterio y el Edipo de su hijo, Ernesto Alterio, o la Antígona de Anna Allen.
Pero hay una edición para mí imborrable: la de 1990. Fui a Mérida con mi compañero Miguel Berrocal, fotógrafo, para dos espectáculos: la ópera Medea, de Cherubini, interpretada por Montserrat Caballé, José Carreras y Joan Pons; y, al día siguiente, el ballet Romeo y Julieta, de Prokofiev, dirigido musicalmente por Mstislav Rostropovich y con coreografía de Vladimir Vasiliev. Llegamos a Mérida poco antes de la función de Medea; la vimos y después fuimos a los camerinos, donde quedé con José Carreras para tomar al día siguiente un café; había un ensayo del ballet, y Miguel quiso hacer unas fotos. Nos dieron fácilmente las dos o las tres de la madrugada.
Al día siguiente teníamos que levantarnos a las siete de la mañana, porque en el periódico habían aprovechado que íbamos a Mérida para mandarnos a cubrir la apertura de fronteras entre España y Portugal en Rosal de la Frontera, en Huelva, que no está precisamente al lado. Fuimos (por carreteras imposibles), cubrimos el acto y regresamos. A las cinco estaba yo en el parador de Mérida con Carreras. Volví al hotel, escribí la crónica, y otra vez para el teatro, a ver Romeo y Julieta en el anfiteatro. La representación fue bien, y cuando, al terminar, soñaba con llegar a la cama para dormir, ocurrió algo inesperado: una de las plataformas sobre las que estaba colocado el público, situada sobre una zanja del terreno, se hundió. En esa zona estaban, entre otros, Montserrat Caballé y su hermano. Se creó una tremenda confusión, muchos pensaron que era un atentado, pero afortunadamente no sucedió nada grave ni hubo heridos de importancia. Miguel se lanzó a la zanja para hacer fotografías y casi le agrede el alcalde de Mérida por ello. Volvimos al hotel y llamamos a la redacción para contarlo. Era, recuerdo, el año 1990, e Internet no existía. Tampoco teléfonos móviles. Miguel reveló las fotos -sí, entonces había que hacerlo- en tiempo récord mientras yo escribía la crónica. Terminamos más o menos a las cuatro, pero logramos entrar en la edición de Madrid con la historia, que nadie más dio, ni siquiera los medios locales. Fue un fin de semana inolvidable.
Desde 1986, año en el que fui por primera vez al festival, he fallado muy pocos años. No le he guardado la implacable fidelidad de mi querida Rosana Torres, una presencia insustituible en el certamen, pero en casi todas las ediciones me he acercado a la localidad extremeña (incluso el pasado año, todavía convaleciente, fui para ver Anfitrión, dirigida por mi amigo Juan Carlos Pérez de la Fuente). El primer espectáculo que vi fue al entonces Ballet Nacional Clásico (hoy la Compañía Nacional de Danza), que dirigía María de Ávila, aunque no recuerdo el programa. Al día siguiente, en el Anfiteatro (creo que se utilizó este espacio por última vez hace tres ediciones), pude ver Antígona, en la versión de Salvador Espriú, dirigida por Joan Ollé e interpretada por Silvia Munt, Nuria Gallardo y (¡gracias, hemeroteca!) Carles Sales y Ramón Teixidor. Guardo un recuerdo muy preciso de mi visita, después de la función, a los camerinos, donde entrevisté a Silvia Munt (hoy no se me ocurriría hacerlo en ese difícil momento) y conocí a la maravillosa Nuria Gallardo, a la que recuerdo eufórica. José Monleón dirigía por aquella época el festival. Desde entonces han pasado por allí varios directores: Manuel Canseco, Paco Suárez, Jorge Márquez y Blanca Portillo, entre otros.
Tengo en la memoria muchos momentos extraordinarios de mi paso por Mérida. Allí vi, junto a mi admirado Marcos Ordóñez, la versión de Golfus de Roma que dirigió Mario Gas, y en la que estaban (aquí no me hace falta la hemeroteca) José María Pou, Javier Gurruchaga, Vicky Peña y Gabino Diego, entre otros; la primera actuación en España de la compañía de Martha Graham tras la muerte de su creadora; vi a una impresionante Nuria Espert interpretando fragmentos de Medea, a Lola Greco bailando una desgarradora Fedra, dirigida por Miguel Narros; recuerdo también la Fedra de Ana Belén, la Medea de Blanca Portillo, el Yo, Claudio de Héctor Alterio y el Edipo de su hijo, Ernesto Alterio, o la Antígona de Anna Allen.
Pero hay una edición para mí imborrable: la de 1990. Fui a Mérida con mi compañero Miguel Berrocal, fotógrafo, para dos espectáculos: la ópera Medea, de Cherubini, interpretada por Montserrat Caballé, José Carreras y Joan Pons; y, al día siguiente, el ballet Romeo y Julieta, de Prokofiev, dirigido musicalmente por Mstislav Rostropovich y con coreografía de Vladimir Vasiliev. Llegamos a Mérida poco antes de la función de Medea; la vimos y después fuimos a los camerinos, donde quedé con José Carreras para tomar al día siguiente un café; había un ensayo del ballet, y Miguel quiso hacer unas fotos. Nos dieron fácilmente las dos o las tres de la madrugada.
Al día siguiente teníamos que levantarnos a las siete de la mañana, porque en el periódico habían aprovechado que íbamos a Mérida para mandarnos a cubrir la apertura de fronteras entre España y Portugal en Rosal de la Frontera, en Huelva, que no está precisamente al lado. Fuimos (por carreteras imposibles), cubrimos el acto y regresamos. A las cinco estaba yo en el parador de Mérida con Carreras. Volví al hotel, escribí la crónica, y otra vez para el teatro, a ver Romeo y Julieta en el anfiteatro. La representación fue bien, y cuando, al terminar, soñaba con llegar a la cama para dormir, ocurrió algo inesperado: una de las plataformas sobre las que estaba colocado el público, situada sobre una zanja del terreno, se hundió. En esa zona estaban, entre otros, Montserrat Caballé y su hermano. Se creó una tremenda confusión, muchos pensaron que era un atentado, pero afortunadamente no sucedió nada grave ni hubo heridos de importancia. Miguel se lanzó a la zanja para hacer fotografías y casi le agrede el alcalde de Mérida por ello. Volvimos al hotel y llamamos a la redacción para contarlo. Era, recuerdo, el año 1990, e Internet no existía. Tampoco teléfonos móviles. Miguel reveló las fotos -sí, entonces había que hacerlo- en tiempo récord mientras yo escribía la crónica. Terminamos más o menos a las cuatro, pero logramos entrar en la edición de Madrid con la historia, que nadie más dio, ni siquiera los medios locales. Fue un fin de semana inolvidable.
Yo he estado una sola vez, en 1995, pero fue una experiencia estupenda y espero volver algún día.
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