Kathie y el hipopótamo, de Mario Vargas Llosa, con Ana Belén

He tardado más de un mes en poder ir a ver «Kathie y el hipopótamo», de Mario Vargas Llosa, que ha prorrogado sus funciones en el Matadero hasta el 2 de febrero. Desde su estreno no había oído más que comentarios positivos sobre un montaje por el que tenía, a priori, un interés solo relativo. Pero, una vez más, he comprobado que los prejuicios solamente sirven para tirarlos a la basura.

«Kathie y el hipopótamo», lo digo desde el principio, es una soberbia función teatral, estupendamente dirigida (Magüi Mira) e interpretada (Ana Belén, Ginés García Millán, Eva Rufo, Jorge Basanta y David San José). Más si, como a mí me lo parece, el texto es diabólicamente complicado desde un punto de vista teatral; eso hace mucho más meritorio el montaje.

Mario Vargas Llosa, excelso novelista pero no tan excelso dramaturgo, contó el día de la presentación de la obra la génesis, muy atractiva, del texto. El premio Nobel narró que, siendo estudiante en París, y al no recibir el dinero de una beca con la que contaba para mantenerse en la capital francesa, se vio obligado a realizar diversos trabajos alimenticios. Uno de ellos fue dar forma literaria a los recuerdos de los viajes de una acomodada dama. De esta peripecia nació «Kathie y el hipopótamo», que fue estrenada hace unos veinte años por Norma Aleandro, sin que haya vuelto a las tablas desde entonces.

Es una delicia escuchar el texto de Vargas Llosa, un autor que -también en su teatro- posee un lenguaje acariciador, exuberante, cautivador y musical; profundamente musical. En «Kathie y el hipopótamo» despliega su ironía, su encanto, viajando de la realidad a la ficción, de los sueños y los deseos a la existencia terrenal. Es esta dualidad la que conforma la columna vertebral de la narración, en la que se cruzan tres historias de amor, seducción, afanes, caprichos, dominación y celos.

La magnífica dirección de Magüi Mira ha conseguido, por una parte, perfilar los relatos para darle a cada uno su propio relieve; ha conseguido también perfumar la escena (casi desnuda) para que el espectador pueda capturar el ambiente. Le ha dado a la música (interpretada en directo por David San José) un relevante papel como elemento sugeridor y de subrayado, además de servir de biombo entre escenas y acciones. Y ha logrado, en fin, crear una coreografía en la que texto y movimiento bailan acompasadamente -cosa que parecería lógica, pero no todos los montajes logran con tanta definición-.

A ello contribuyen los actores, que se mecen rítmicamente dentro del cadencioso texto y la armoniosa dirección. Ana Belén aporta jerarquía, encanto, atractivo y calidad a un personaje coloreado con precisión, humor e ironía. Ginés García Millán posee temple y dominio, en un personaje a veces luminoso y otras oscuro. Eva Rufo -recuperada afortunadamente para la escena tras un par de años de silencio- ofrece una interpretación de porcelana, transparente y esmaltada. Jorge Basanta completa el reparto y brinda a sus papeles carácter y nobleza.

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