Salomé en Las Vegas

No sé qué pinta Salomé en Las Vegas, ni me parece que la cámara acorazada de un casino de Las Vegas sea el mejor escenario para la danza de los siete velos (en la que, por cierto, quien se desnuda no es Salomé sino siete babosos que la jalean durante su baile), pero hay una extraña coherencia en el montaje que firma Robert Carsen y que se presenta en el Teatro Real. El espectáculo, de alguna manera, funciona, hay un trabajo brillante en la puesta en escena y en la dirección de los actores, que unido a la labor musical hacen de esta "Salomé" una más que interesante propuesta.
Desde hace muchos años vivimos la moda de la reinterpretación de las óperas, y a menudo parece que los directores escénicos no hacen un buen trabajo si no cambia la acción de época o si no se viste a los personajes de manera estrafalaria. Así, por ejemplo, Don Giovanni ha viajado hasta Harlem (Peter Sellars dixit) o la Babilonia de Semiramide se ha llevado al espacio gracias a Dieter Kaegi. Nada que objetar, siempre y cuando el trabajo tenga sentido y se haga con conocimiento de causa, con respeto hacia texto y partitura, y con un minuicoso análisis de esa "actualización". Ha habido ejemplos brillantes, y recuerdo ahora, a bote pronto, una magnífica versión de Rigoletto que Jonathan Miller llevó a la Little Italy neoyorquina de los años cincuenta, dominada por la Mafia.
Esta Salomé chirría (y no me parece un detalle menor) por las muchas incoherencias entre lo que se dice y lo que se ve. Que se hable de Herodes el tetrarca y lo que se vea sea un patético hortera, o que se refieran al Palacio cuando estamos en un casino no ayuda a sentir el drama que transcurre en escena que, vuelvo a decir, tiene algo de magnética. La música de Richard Strauss, envolvente y rica en colores, aporta su magia y el espectáculo es, en conjunto, magnífico.

Foto: Javier del Real

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